De los muchos crímenes de lesa humanidad cometidos por Madrid en contra del pueblo vasco definitivamente uno de los más lacerantes es el de la deportación, mecanismo utilizado para castigar por igual a los militantes independentistas que a sus familias.
En ese tenor les invitamos a leer este reportaje y entrevista publicados en 7K:
Desaparecidos en vida, sin causa justificada
Mikel ZubimendiDeportación. Quizá, lo primero que viene a la cabeza, la primera idea que evoca, es Auschwitz, un complejo de campos de concentración y exterminio al que más de un millón de personas, en un 90% judíos, fueron enviados a la muerte industrial. Pero antes que Auschwitz, cientos de gudaris y antifascistas vascos ya habían sido deportados a Mauthausen, un infernal campo de trabajo nazi en el que la mayoría fueron fusilados por las SS, murieron por extenuación o a manos de los kapos del campo que hacían el trabajo sucio.
Más atrás en la historia, en 1893, cerca de 4.000 vascos de doce pueblos de Ipar Euskal Herria fueron deportados a Las Landas por los seguidores de la Revolución francesa. Más de 1.600 murieron en el trayecto por el trato recibido o en los pantanos de Las Landas, que estaban infectados de insectos que provocaron numerosas enfermedades.
La historiografía vasca apenas investigó al respecto, casi no hay una línea sobre lo que vivieron y padecieron aquellos compatriotas en Mauthausen o en los pantanales de Las Landas. La historia de los deportados vascos es una realidad trágica casi desconocida, invisibilizada. Una herida que supura, que necesita ser contada y ser transmitida a las nuevas generaciones. Y, sobre todo, que urge ser curada.
«Mercancia en depósito»
Hoy damos a conocer otra ola de deportación, otra ruta del destierro de vascos que, además de un castigo sin aparente final, creó espacios colectivos de vida y resistencia llenos de tragedia y esperanzas.
Hablamos de la historia de unos militantes vascos que fueron desaparecidos en vida sin juicio previo, sin derecho a defenderse, que fueron detenidos por las autoridades francesas y expulsados a distantes países africanos y americanos para mantenerlos alejados de la lucha de liberación nacional, para controlarlos en todo momento. En palabras de un ministro de Justicia del PSOE que impulsó la dispersión de los presos vascos, para hacer de ellos «mercancía en depósito».
A principios de la década de los 80, varias decenas de vascos fueron deportados. A finales de esa misma década, tras el fracaso de las negociaciones de Argel entre representantes de ETA y del Estado español, le siguió una segunda oleada. Panamá, Venezuela, República Dominicana, Togo, Cabo Verde, Ecuador, Gabón, Sao Tomé, Argelia, Cuba, formaron parte de la geografía del destierro. 113.794 kilómetros de ida y vuelta desde Euskal Herria, casi tres veces la vuelta al mundo, para poder hacer una visita, que muchas veces, en el mejor de los casos, solía ser anual.
Herramientas de un mismo maletín
Las deportaciones de militantes vascos se complementaron con los atentados de los GAL y las entregas en caliente de la Policía francesa a la española. Fueron herramientas de un mismo maletín: unos fueron deportados, otros, abatidos y otros, entregados a la Guardia Civil para que fueran torturados e interrogados antes de terminar en la cárcel.
En aquella coyuntura dramática de los años 80, se instaló en el imaginario lo que podríamos denominar la «teoría del mal menor»; a saber, entre la balas del GAL y el tormento de Intxaurrondo y la cárcel, la deportación era algo «que ni tan mal». Estaban a miles de kilómetros pero, muy erróneamente, se creyó que por lo menos «vivían en libertad».
Nada más lejos de la realidad. La deportación fue un castigo terrible, distinto al de la cárcel, cierto, pero un castigo en mayúsculas. En un principio, en medio de oscuras transacciones económicas y políticas, a cambio de mantener controlados a aquellos militantes vascos, Madrid y París hacían importantes desembolsos económicos a los países africanos o americanos, que cargaban a sus erarios públicos disfrazados de «ayuda al desarrollo».
Una deportación y muchas deportaciones
Hubo una deportación de militantes vascos y hubo también muchas deportaciones, múltiples casuísticas, diferencias enormes entre países de historia, lengua y cultura tan diferentes. Los deportados tuvieron también finales diferentes. Trece murieron en la deportación, algunos regresaron a Euskal Herria para vivir sus últimos días y poder morir en la tierra que los vio nacer.
Algunos fueron secuestrados y torturados salvajemente, otros rompieron la deportación y cayeron en combate en Euskal Herria, bajo las balas de la Guardia Civil o reventados por el explosivo que llevaban. Algunos siguen presos, tras ser entregados a las autoridades españolas tras haber pasado años deportados, otros iniciaron el retorno, la vuelta, tras un debate colectivo, creando las condiciones para que lo que tenía que pasar, pasara. Pero la deportación aún sigue siendo una realidad para ocho vascos que no han podido pasar página y dejar atrás la pesadilla.
Limbo jurídico
La situación que han vivido esos deportados vascos ha sido la de un verdadero limbo jurídico. Han sido, y son, rehenes a los que se les ha aplicado una razón de Estado sin base jurídica alguna. Desde el momento de su detención en Ipar Euskal Herria, aunque muchos tuvieran papeles que reconocían su condición de refugiados políticos, nunca tuvieron la oportunidad legal de oponerse a la deportación, una medida que, en sí misma, no existe en el ordenamiento jurídico internacional. Esta excepcionalidad legal se hizo extensible a muchos –no a todos– países receptores, que respondían a los acuerdos que firmaron con París y Madrid. Y esto hizo que durante décadas los deportados vascos no tuvieran documentación de residencia en los países que los «acogieron».
Esta excepcionalidad, la prevalencia de los intereses de Estado sobre las leyes, obligó a los deportados a adaptarse, a sobrevivir, siempre al límite, en situaciones complicadísimas. El apoyo de las familias, la resistencia como colectivo y el espíritu de camaradería les ayudó a aguantar, mes a mes, año a año, la caída de las hojas del calendario, que cada vez se hacían más pesadas.
Hacer para que ocurra
Hasta que, tras un debate colectivo, decidieron que había que dar un paso, que para que algo ocurra hay que demostrar que se está dispuesto a hacer, que podían poner en marcha el proceso –que de hecho ya había dado sus primeros pasos en la década de los 90– de romper con la deportación y de volver a Euskal Herria, unilateralmente, preparándose para aprovechar la oportunidad si esta aparecía.
Anticipando, de hecho, con el ejemplo, una pedagogía política que desplegó todo su potencial en el cambio de estrategia tras la decisión unilateral de ETA de retirarse del escenario político vasco, de cerrar una fase para abrir otra nueva en la lucha de liberación de Euskal Herria.
No fue un camino fácil. Nunca lo fue para ellos. Los problemas judiciales y administrativos fueron innumerables. Los deportados quisieron conocer, caso a caso, cuál era su situación judicial y la Audiencia Nacional dificultó esos pasos al denegar a sus abogados los informes judiciales. En muchos casos, las fechas de prescripción de los delitos atribuidos a los deportados se prolongan artificialmente, lo que para muchos suponía una pena «a la deportación perpetua». Muchos de los procesos judiciales en su contra fueron construidos bajo tortura, como reconoce el propio Instituto Vasco de Criminología en su informe sobre la tortura, y habría, hay, motivos más que suficientes para anularlos.
No es pronto, que no sea demasiado tarde. Por desgracia, aunque no por sorpresa, los estados no han asumido su responsabilidad en todo esto. No han resarcido, y ya es hora, los daños causados a decenas de personas condenadas a la desaparición en vida sin causa justificada. Se dice que los traumas colectivos se heredan, que pasan de generación en generación y su espectro siempre se hace presente en un futuro más o menos cercano. Es hora de sacar la realidad de los deportados vascos de la oscuridad a la luz. Es hora, por justicia y por humanidad, de que vuelvan a sus casas. Hay nuevas condiciones políticas, nuevas mayorías parlamentarias, no hay razón, nunca la ha habido, para que se sigan ensañando con ellos. No es pronto para ello, que no sea demasiado tarde.
Koldo Zurimendi Oribe: «Uno nunca deja de ser lo que es»Koldo Zurimendi (Amurrio, 1959) volvió a su localidad natal tras 35 años, poco antes de la cuarentena por la crisis del coronavirus. Dice llevarlo bien, «en otras circunstancias he pasado por situaciones de encierro, por más tiempo y en peores condiciones», y lo toma como una oportunidad, «para ordenar ideas, ponerse al día con mi aita, reflexionar sobre lo que nos viene y cómo acometerlo con estilo».
Le deportan a Argelia en el 87 y de allí a Venezuela en el 89. De continente a continente...
La deportación es fundamentalmente un castigo, sin juicio ni proceso, con bastantes elementos de rencor y cierto sadismo y con la característica de no tener fecha de finalización. Además es fácil perderla de vista, pues no tiene jurisprudencia de ningún tipo que nos permita hacerle un seguimiento público, más allá de los afectados y su entorno familiar y político. Al no tener sustentación jurídica, todos quedamos sine die con precariedad en la documentación (entramos al país sin nuestros documentos, los cuales, además, nos han sido negados durante años). Esto, en la práctica, nos dificulta hacer una vida normal a todos los niveles. Los cambios de países y de continentes, Argelia-Venezuela, trataban de sumergirnos aún más en una gran impotencia e incertidumbre. Es como desmembrar un cuerpo y colocar las partes en diferente sitios para que no se vuelvan a juntar y, una vez roto, conseguir tu aniquilación aunque sigas vivo.
¿Cómo definiría algo que no existe en las leyes, un castigo que puede ser perpetuo, hasta que la biología cumpla su ciclo?
La deportación es un adefesio, inserto solamente en dos principios: el odio y la posibilidad de atomizar al máximo a los militantes (presos, refugiados, deportados) en un sinfín de posibilidades sobre el principio de dividir e individualizar al colectivo, en diferentes escenarios físicos, jurídicos, que diesen la idea de que éramos diferentes y, por lo tanto, podíamos tomar salidas diferentes.
¿Cómo ha vivido personalmente estas tres largas décadas de destierro? ¿Cómo se amoldaba?
Hace un mes falleció Txetxu (Jesus Ricardo Urteaga), hace 4 años falleció Angelín (Ángel Aldana Barrena) y, si vamos más atrás, nos encontramos con más compañeros que dieron su último aliento en tierras venezolanas. En lo personal, cuando nos enviaron a Venezuela, lo pasé bastante mal, no por el país o la distancia, sino porque me di cuenta de nuestra precariedad. En Argelia fuimos muy bien tratados y por las características del país, en ese momento, uno creía que de Argelia y en el contexto político que estábamos, pues…. “casi a casa”. Pero el ver cómo a un país soberano como Argelia se le puede “maniobrar” para nuestra salida, personalmente, me deprimió.
En Venezuela estuve seis meses sin deshacer un petate, donde tenía todas mis cosas, usando lo mínimo, convencido que de ahí nos llevarían a España en cualquier momento. Pasado un tiempo, la necesidad de subsistir me llevó a abrir espacios y comencé a trabajar y a llevar una vida más parecida a lo normal, a pesar de la dificultad de los papeles. Trabajé en una empresa donde todos sus trabajadores eran invidentes o discapacitados visuales. Esta condición me dio un empuje especial, un sentido físico de vivir y de servir. Tan es así que he trabajado durante 31 años con ellos y me siento feliz.
Con el tiempo conocí a una venezolana, que es mi mujer y con la que tengo dos hijos. Nunca dejé de pensar o dejé de querer volver a casa, pero las hojas del calendario caían inexorablemente y cada hoja pesaba más.
¿Y cómo fortalecía el cordón umbilical con Amurrio, con Euskal Herria, en un tiempo en el que no existían las tecnologías de comunicación actuales?
Uno nunca deja de ser lo que es. Es como una delgada línea de equilibrio entre ambas condiciones y ambos países, el tuyo y el país en el que vives, que te mantiene genuino, en medio de lo novedoso. El trato con Euskal Herria nunca se ha perdido, sería como vivir sin el oxígeno que te da, no la vida, sino tu vida. Hoy la tecnología te permite el tiempo real. El cada mes se convierte en cuándo y cuánto quieras y eso también ayudó a hacer más real el empezar a visualizar una salida. La cercanía da calor y este renueva tu vida. Atrás quedaron muchos días sin muchas fiestas, muchas navidades, muchas conversaciones….. pero también es verdad que, en medio de todo eso, los compañeros se convirtieron en amigos, en familia y eso nos mantenía virtualmente en cualquier paisaje o fiesta del país. Mis compañeros han sido fundamentales para mantener el nexo, la cohesión y la esperanza.
Volvió el año pasado a casa. Para que las cosas pasen tienen que hacerse pasar, desde la decisión propia, en el marco de una decisión colectiva, unilateralmente que se dice ahora. ¿Cómo tomó la decisión?
Sí, regresé el año pasado, y centraste muy bien la pregunta, la decisión fue individual, dentro de la decisión colectiva. Después de tres décadas y media , todo lo planificado sobre la base de vivir en Venezuela por siempre queda a un lado y se ensaya el retorno. Comienzan los preparativos del cómo hacer, cómo coordinar los tiempos, pues no soy solamente yo, la familia es de cuatro miembros. Cómo y de qué vamos a vivir... Varias cuestiones que no tendrán respuesta hasta que no se dé el retorno.
Y se produce el retorno. Lo hice en compañía de mi hija. Todo ha sido muy positivo, he recibido cariño, solidaridad y respeto, muy por encima de lo que yo esperaba.
Estaba preocupado por la pervivencia de la empresa donde trabajé, sus fundadores habían fallecido y quedaba solamente yo. En las circunstancias actuales y dadas sus características (trabajadores ciegos o invidentes), estaba bastante complicada. Al final logré negociar con una nueva compañía con la que tengo relación y todos los puestos de trabajo quedaron garantizados. Eso me dio bastante paz.
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