Demos paso a esta editorial con la que Gara da seguimiento al mantra que se utiliza lo mismo por Madrid que por su colaboracionistas vascongados cuando de obstaculizar el proceso de paz se trata.
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Los derechos humanos, en general, y las declaraciones de derechos humanos, en particular, son un constructo social moderno. No son como la Constitución española, que ya estaba encapsulada en el big-bang, tatuada en los lomos de los dinosaurios o bosquejada en las cuevas primitivas. Esto no les resta valor, ni mucho menos, simplemente los sitúa históricamente. Los derechos humanos tampoco son una descripción de la historia de la Humanidad. Es decir, al leer la Declaración Universal de los Derechos Humanos, nadie cree que su referencia sea el mundo realmente existente, sino una suerte de hoja de ruta, entre ética y política, basada en una concepción básicamente occidental y destinada a establecer unos estándares que garanticen la dignidad, la igualdad y la libertad de las personas y las comunidades. La propia Declaración es hija de su tiempo, herencia intelectual de dos terribles guerras que hicieron temblar el mundo en la primera parte del siglo XX.Más allá de disputas académicas, sin duda necesarias y enriquecedoras, todo el mundo admite que los derechos humanos, el proyecto político que transpiran y la ética que los fundamenta son básicamente aspiracionales. Por desgracia, hoy por hoy no establecen un suelo, sino un techo ético que además sigue estando sujeto a permanente debate. No describen lo que hace el ser humano, sino lo que debería hacer para poder desarrollarse en pie de igualdad y en paz. No hay que recurrir a Irak (o, tan lejos y tan cerca a la vez, a Guantánamo) para ser conscientes de esto, aunque no está de más recordar en qué mundo vivimos y quiénes lo gobiernan. Sencillamente no hay que ir tan lejos porque, tomados en su conjunto, esos derechos son constantemente vulnerados en nuestro entorno político y social: con otras etnias, con las mujeres, con los homosexuales, con los pobres... En las cárceles, en las aduanas, en las calles... Por parte de los estados, que nadie se equivoque, sobre todo por parte de los estados; pero también por otros grupos y por personas concretas, con nombres y apellidos (por qué no mencionar algunos muy sonoros: José Ignacio Giralte, Juan Antonio González Pacheco, alias Billy el Niño, Jesús Muñecas Aguilar y Celso Galván).Moralistas en terreno resbaladizoLa ética es una cosa seria y no conviene trivializarla, reducirla a consigna, teologizarla, convertirla en arma arrojadiza. La tentación moralista es una constante en la política vasca y convendría contenerla o al menos modularla por un rato. Cuando menos, convendría no erigirla en muro para tapiar soluciones políticas que beneficien al conjunto de la sociedad y que abran un futuro mejor, un futuro en el que no se vulneren derechos. A eso deberíamos aspirar como país y nuestra traumática experiencia debería ser un revulsivo en ese sentido. Cuidado, no se trata de aparcar la ética, ni segregarla de la política (tampoco mezclarlas, negarles su autonomía), sino simple y llanamente bastaría con no pisotearla, no lijarla, no barnizarla como si fuese un piso, tampoco escupirla como si de un chicle se tratara.En este país hay muy poca gente que pueda dar lecciones de moral, muy poca gente que, de no haber practicado, justificado o tenido responsabilidades directas o indirectas en alguna de las violencias, no haya mirado para otro lado cuando ocurría alguna de ellas. Violencias que se ejercían en su nombre. Violencias que ocurrían bajo sus mandatos. No hemos sido un refugio de los derechos humanos, ni particular ni colectivamente, y conviene recordarlo antes de ponerse arrogante en este terreno. Hemos vivido un conflicto político y violento. En ese contexto casi todos los vascos nos hemos regido por la excepcionalidad moral y legal. El que más o el que menos, en uno y otro momento, por la indiferencia.La nostalgia es mala consejeraSi algo tiene de particular el caso vasco respecto a otros conflictos políticos y armados, es la tortura. Las muertes, asumamos que terroríficas cada una de ellas y en su conjunto, son comunes a esta clase de conflictos y no cabe duda de que existen casos mucho más graves que el nuestro. Lo mismo se puede decir de la negación de derechos civiles y políticos. La cárcel o el exilio también son una constante. También la tortura, sí, pero no de un modo tan sistemático, organizado, constante, dirigido contra una población concreta, en proporciones tan escandalosas y tan impune. Y pocas cosas hay más reprobables en base a los mencionados derechos que la tortura. Quizá, en contra de lo que piensan algunos, la ética no sea ya el campo de batalla más propicio.Por ejemplo, si cuando un ministro de Interior español tiene la prepotencia de venir a amenazar con la ilegalización de la segunda formación del Parlamento de Gasteiz, ¡desde las puertas del cuartel de Intxaurrondo!, los mandatarios vascos no son capaces de reaccionar, es mejor que no mienten la ética en un tiempo. Si además, a los pocos días, señalan con el dedo moralista y juzgador a unos mientras dan la mano a esos otros, su problema no es el suelo ético, sino una doble vara de medir. Su rigorismo moral es, en realidad, relativista.Si hay un terreno en el que los tiempos pretéritos que algunos anhelan no se pueden recuperar es el ético. Hace dos décadas la sociedad vasca que reivindica Urkullu era segregada, con la ayuda del PNV, entre «demócratas y violentos». No era una sociedad construida «entre distintos», sino en base a un enemigo común.El proyecto de país que toca construir ahora es uno en el que todos los proyectos políticos sean realizables por vías pacíficas y democráticas, sin vulnerar derechos. Ese es nuestro techo ético, a lo que deberíamos aspirar los vascos. El resto es patinar, ética y políticamente.
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