Les presentamos la editorial de Gara con respecto a la situación de emergencia que se vive en Nabarra:
¿Y Estrasburgo?
Bien, gracias...
Resurgen las actividades parapoliciales y perduran el silencio y la hipocresía de siempre
El Gobierno español ha adoptado respecto a Euskal Herria una estrategia básicamente militar que se fundamenta en la idea de que estamos ante una «ofensiva final» contra el independentismo vasco. No es la primera vez que quienes desde Madrid defienden una salida militar al conflicto vasco imponen su criterio. Esa «ofensiva final» requiere una política de tierra quemada. Exige instaurar el miedo y derrotar la esperanza en cualquier cambio a mejor, a mayor democracia, a más justicia, a cualquier paz que no sea la que imponen la derrota y la humillación. Este esquema obliga al Estado a abrir todos los frentes y a traspasar todos los límites. Si hasta ahora, sobre todo en la última década, el Estado español ha tenido que retorcer sus propias leyes para llevar a cabo su estrategia de acoso al independentismo, ahora debe ir incluso más allá, volviendo a activar mecanismos ilegales. En ese terreno se inscriben los recientes interrogatorios ilegales a Juan Mari Mujika y Lander Fernández y el secuestro denunciado esta semana por Alain Berastegi. Al mismo ámbito pertenece la desaparición del militante de ETA Jon Anza hace casi cien días. Algo que no es nuevo; algo que es cíclico en la historia contemporánea de Euskal Herria.
Paradójicamente, los ataques parapoliciales, el acoso de incontrolados a jóvenes militantes abertzales y la guerra sucia en su grado máximo resurgen en un momento en el que, si se hace caso a los portavoces del Gobierno español, dada la supuesta fortaleza del Estado y la debilidad del Movimiento de Liberación Nacional Vasco, el PSOE no necesitaría ni dar ni permitir un salto cualitativo en este sentido. Podría pensarse que es ese triunfalismo el que ha dado alas a los elementos más retrógrados de las Fuerzas de Seguridad del Estado, que estarían actuando de manera autónoma al creer que son tiempos de impunidad. Si fuese así, el silencio y el cinismo con el que se están enfrentando los responsables políticos a esta cuestión les daría la razón. Pero la experiencia histórica y los hechos concretos que se han denunciado en estos últimos meses muestran que eso no es así.
Un nuevo episodio de una antigua actividad
La desaparición de Anza recuerda a los fatídicos tiempos del GAL, a la muerte de Joxean Lasa y Joxi Zabala, y también a las desapariciones de José Miguel Etxeberria Naparra, Eduardo Moreno Bergaretxe Pertur y Popo Larre. Pero también recuerda a los casos de Josu Zabala Basajaun y José Luis Geresta Mujika Ttoto, muertes no resueltas en las que la advertencia al enemigo y la venganza parecen jugar un papel clave. La respuesta de Alfredo Pérez Rubalcaba ante la denuncia de los familiares y compañeros de Anza es que se trata de una «patraña». Sigue sin asumir su responsabilidad al respecto y sin responder las cuestiones claves: ¿es cierto, tal y como denunció ETA, que las FSE conocían su militancia en dicha organización? Si es así, ¿qué clase de vigilancia tenía en el momento de su desaparición? ¿Quiénes eran los encargados de la misma? Sus homólogos franceses deberían responder a las mismas cuestiones.
El secuestro de Alain Berastegi, por su parte, recuerda a los ataques de incontrolados de finales de los 80 del siglo pasado, cuando grupos parapoliciales aterrorizaban a jóvenes vascos secuestrándolos, golpeándolos, chantajeándolos y marcándolos con quemaduras y símbolos fascistas. Pero también recuerda la práctica habitual de los servicios de espionaje, servicios financiados con los mismos fondos reservados que pagaron a los miembros de los GAL. El maletín con dinero que le mostraron a Berastegi no puede tener muchas más procedencias que esa.
Guerra sucia frente a política
Decía Carl von Clausewitz, militar prusiano y uno de los primeros teóricos de la guerra moderna, que «la guerra es un acto de violencia que intenta obligar al enemigo a someterse a nuestra voluntad». Si esto es así, la guerra sucia viene a ser el último recurso de quien, desde el poder, habiendo utilizado todos los mecanismos a su mano para doblegar la voluntad de sus enemigos -doblegando asimismo lo poco o mucho de democrático que pudieran tener sus normas políticas y jurídicas-, salta esa barrera ante la imposibilidad de someter esa voluntad popular a sus deseos de dominación. Cuando el orden y la ley, ni siquiera retorcida hasta abandonar su esencia de Derecho, son suficientes para eliminar la disidencia, el Estado recurre a «la guerra por otros medios». Y es que era el mismo von Clausewitz quien decía que «la guerra no es más que la continuación de la política por otros medios». En este caso la guerra sucia es, simple y llanamente, la negación de la política. Y no es una muestra de fortaleza, ni de inteligencia militar, sino de una profunda debilidad política.
Quienes en Euskal Herria han cogido la costumbre de utilizar aquellos casos de guerra sucia para potenciar sus discursos, a pesar de que entonces mantuvieron un silencio complice, tienen ahora una oportunidad para enmendar su cobardía y denunciar estos nuevos casos. Lo mismo se puede decir de los medios de comunicación, que prefieren atender a la propaganda militar de los ideólogos de la «ofensiva final» a informar sobre estos hechos y a dimensionar su evidente gravedad.
¿Y Estrasburgo?
Bien, gracias...
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