Este escrito ha sido publicado en Gara:
Necesidad y libertad
Dentro de las múltiples razones por las que la reciente sentencia de Estrasburgo sobre la ilegalización de los partidos pueden llamar al escándalo de los demócratas, la idea de «necesidad» es la que más llama la atención de Alvarez-Solís, por ser «un concepto moral que tiene delicada aplicación en la creación o aplicación del Derecho» que «ha de subordinarse a la libertad de crear». Como es habitual en él, el periodista madrileño ilustra esa opinión con su profundo conocimiento de las cuestiones humanas, en general, y políticas y morales, en particular.
Antonio Álvarez-Solís
Cuando el Tribunal Europeo de Derechos Humanos justifica la ilegalización de Batasuna, Herri Batasuna y Euskal Herritarrok por tratarse de una «necesidad social imperiosa» abre la puerta a una monstruosa concepción circunstancial del Derecho. Es decir, decide que la sustancia de la libertad, que es sustancia moral y creativa, se convierta en sustancia normativa y restrictiva manejada por el poder en un momento en que es ejercido con una determinada y excluyente óptica ideológica. El motor de la invención, motor primero, queda detenido y la democracia es convertida en un traje que se corta con las miserables tijeras de una juridicidad fabricada tendenciosamente. O lo que es igual, la libertad cede a la ley que decide previamente el alcance de la libertad. El citado Tribunal apoya su decisión en una frase que destruye de raíz la gran tradición europea sobre el más fundamental de los derechos humanos: el derecho de manifestación y de elección. Ésta es la frase: la actuación represiva del Gobierno español busca «el mantenimiento de la seguridad pública, la defensa del orden y la protección de los derechos y libertades de los demás». Nada en esta descripción de motivos para ilegalizar partidos tiene desperdicio, pues plantea los siguientes interrogantes que sin previa fijación de contenidos esenciales destruyen toda posible oposición. ¿Qué debemos entender, por ejemplo, como «seguridad pública»? ¿Una seguridad de lo existente en círculo cerrado o una seguridad de las posibilidades para idear fórmulas políticas de gobierno? Sigamos: ¿Qué contiene la «defensa del orden»? ¿La defensa de un orden concebido para eliminar riesgos al gobernante o la defensa del orden soberano, consistente en la plena autodeterminación del pueblo, que es el libre sujeto y objeto de la democracia? Concluyamos: ¿Qué alcance hay que dar a la expresión «protección de los derechos y libertades de los demás»? ¿Quiénes son los «demás»? ¿a qué sociedad pertenecen? ¿a una sociedad que sea de todos por sus posibilidades abiertas o a una limitada sociedad de privilegiados por la escandalosa e impúdica norma que conocemos como Ley de Partidos?
El Tribunal de Derechos Humanos procede en su sentencia a un descarado salvamento del Gobierno de Madrid con un párrafo que destruye toda moral crítica: «El Tribunal considera que las autoridades nacionales -y en esta frase confunde autoritariamente en una autoridad única la legislativa, la ejecutiva y la judicial- tienen muchos elementos para concluir que el grupo electoral (disuelto) quería continuar las actividades de los partidos declarados ilegales por adelantado». Es decir, la juridicidad que ampara la ilegalización se ampara en una norma previa que busca precisamente esa ilegalización. O lo que es igual, el Tribunal de Derechos Humanos no desentraña la validez de la Ley de Partidos sino que la declara benéfica por anticipado, tras lo que resuelve como criminales todos los intentos de proceder ideológicamente al margen de esa norma. La ley que estrangula la libertad es concebida como el fundamento válido del estrangulamiento. Europa, una vez más en este regresivo momento, clausura todo un largo recorrido de finos derechos de los individuos o de las colectividades para entrar en una fase de concepción de la política y del derecho como una pura respuesta a las necesidades del Estado. Esta postura es la que dio lugar a la obra jurídico-política del teórico alemán Carl Schmitt que fundamentó desgracia y criminalmente la legislación nazi. Cuando yo estudiaba Derecho Político en los años 50, Carl Schmitt era la figura que trataba de imponerse desde las cátedras de Derecho Político afectas al Régimen, frente a los alumnos que preparábamos la especialidad para la enseñanza. Tuve la suerte de ser dirigido en el correspondiente seminario de la Universidad de Barcelona por Agustín de Semir, cuya memoria de demócrata sigue siendo sagrada para mí. Carl Schmitt -expongo aquí un análisis que comparto- «recondujo la génesis del ordenamiento jurídico al momento de la `decisión' entendida como elección fundamentada en la esfera política. Según el `decisionismo político' de Schmitt la validez de la norma jurídica se apoya en la soberanía del Estado, el cual, a su vez, está legitimado per se para actuar ante la posibilidad de `situaciones' susceptibles de generar un conflicto crítico que no puede resolverse a partir de un sistema de normas preexistentes, sino gracias a una decisión nueva y específica. La política, por tanto, se funda en la excepción, en el riesgo permanente de la guerra y en la distinción original entre `amigo' y `enemigo', que paradójicamente crea las condiciones de `normalidad' en las que el Derecho pierde eficacia. Schmitt, como Heidegger, militó en el Partido Nacionalsocialista, pero las amenazas de las SS, que le consideraba un advenedizo, le apartaron del primer plano de la vida política (fin de la cita)».
Volvamos ahora al concepto de necesidad, esgrimido por el Tribunal de Derechos Humanos, para estrangular la vida de la vida política vasca de acuerdo con el Gobierno que contamina de circunstancialismo y providencialismo el Estado español.
Hay, como es obvio, una necesidad que demanda remedios contra carencias de materias y auxilios elementales para la vida: las necesidades de alimentación, salud, educación, trabajo, vivienda... Son las necesidades que reclaman una actividad concreta de carácter administrativo y en cuya satisfacción juega asimismo papel importante la ideología. Hay una ideología colectivista para abordar estas necesidades -el socialismo renunció a este papel hace ya casi un siglo- y una ideología clasista que se apoya en el derecho supuestamente natural de dirección que poseen las clases dirigentes del mundo liberal-burgués para construir la sociedad inevitable. Pero hay una necesidad primordial de carácter moral que demanda entre sus principales exigencias la libertad y la democracia verdaderamente populares. Una libertad democrática que ha de enfrentar sus propios riesgos, a veces graves, no con la eliminación de ciertos pensamientos sino con el debate constante de los mismos dentro de un marco de buena voluntad. Esta última necesidad no es a la que se refiere evidentemente el Tribunal Europeo de Derechos Humanos al absolver al Gobierno Zapatero de su agresivo comportamiento en Euskadi. La sentencia del mencionado Tribunal corresponde a la concepción fascista schmittiana y concede al Estado un permanente derecho a dictar con excepcionalidad frente a un pueblo reducido políticamente a la servidumbre. Leibnitz escribía con aguda percepción que en estos casos «el acto necesario se deriva de la previa posición de los fines». Creo que la recta exégesis de esta frase excusa de mayores matizaciones.
La necesidad es, por tanto, un concepto moral que tiene delicada aplicación en la creación o aplicación del Derecho. Lo necesario es esto o lo otro y ha de subordinarse a la libertad de crear. Por tanto, si algo impide la creación es innecesario. Las ideas proceden como formas trascendentales en la actividad del hombre. El Tribunal Europeo de Derechos Humanos ha estrangulado, pues, la libertad creadora de lo político que, según la aguda mente de Al-Farabi, viene a constituir la esfera más alta del espíritu religioso que yace en el fondo del hombre, crea o no en dioses concretos fabricados, en muchos casos, por las iglesias correspondientes. El hombre cree religiosamente, moralmente, espiritualmente en su libertad. Tiene el alma de libertad. Por tanto, limitar esa libertad en nombre de cualquier situación circunstancial constituye un crimen.
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