La tortura practicada como herramienta represiva por parte del estado español en contra de la sociedad vasca no se reduce a la tortura física y psicológica que sufre la víctima durante el tiempo que se encuentra en manos de los carniceros contratados por la corona para llevar a cabo tan fúnebre fin. En muchos casos la tortura psicológica se extiende por años y años cuando el estado español decide activar otra estrategia represiva en su arsenal, el incumplimiento del principio jurídico conocido como debido proceso que exige que el juicio sea llevado a cabo en tiempo y forma, así, un ciudadano vasco puede esperar ha ser llevado ante un juez por mucho tiempo con la consiguiente angustia tanto para él como para sus familiares y amigos, la tortura pues se extiende de la víctima directa a su círculo social.
De esto y más nos habla la editorial de Gara:
La comunidad internacional mima al estado español al permitirle usar en contra de los vascos tribunales de excepción que violan principios jurídicos universales como la presunción de inocencia, penas acordes al delito, delitos tipificados por la ley, carga de la prueba, evidencia de descargo y un largo etcétera. Al no hacer algo al respecto la comunidad internacional contribuye a la impunidad con la que actúa la maquinaria represiva española.
De esto y más nos habla la editorial de Gara:
Síntoma de una degradación moral total
Nadie pone en duda que ocho años son demasiados para mantener a unas personas sin juzgar. Pero todo aquel que quiera oír sabe que esa situación es común en Euskal Herria. Se cuentan por cientos las personas que pasan años y años a la espera de un juicio justo, espera que sólo traerá el proceso penal, pero que pocas veces conllevará el adjetivo «justo». La incertidumbre sobre su futuro es una condena previa a la que posteriormente pueden padecer esas personas. Una condena que comenzó el día de la detención y al aplicarse la incomunicación. Más tarde, una vez en la vista oral, encausados y familiares verán «cómo se gana un juicio y se pierde una condena», tal como señalaba hace poco un abogado vasco experto en estas lides.
Por todo ello, es cuando menos sospechoso que un juzgado español aduzca el argumento de la tardanza para llegar a un trato y rebajar así las condenas a jóvenes vascos acusados de «delitos de terrorismo». Aún más sospechoso es cuando se da la coincidencia que entre los juzgados se encuentra Unai Romano, quien se ha convertido, muy a su pesar, en símbolo de la perduración e impunidad de la tortura en el Estado español. La propuesta de trato llega tarde y mal. No hay verdad, no hay reparación y, por supuesto, tampoco hay justicia.
Pero quizá lo más obsceno de este caso no sea la decisión judicial, sino su traslación a la esfera pública en el Estado español. Por un lado, el caso ha permanecido totalmente oculto a la opinión pública. Por otro, varios articulistas y tertulianos españoles han pasado la semana bramando en torno a la cuestión de las torturas, eso sí, para defender que las imágenes de Guantánamo o Abu Ghraib salgan a la luz pública. Ninguno de ellos ha hecho referencia a los detenidos de Gasteiz. Menos aún a la imagen de Romano. Si la tortura es síntoma inequívoco de la más absoluta degradación moral y política de un Estado, su negación o la hipócrita denuncia de su práctica en otros países mientras se oculta la propia eleva esa degeneración hasta su grado de sublimación máximo.
La comunidad internacional mima al estado español al permitirle usar en contra de los vascos tribunales de excepción que violan principios jurídicos universales como la presunción de inocencia, penas acordes al delito, delitos tipificados por la ley, carga de la prueba, evidencia de descargo y un largo etcétera. Al no hacer algo al respecto la comunidad internacional contribuye a la impunidad con la que actúa la maquinaria represiva española.
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