Este texto ha sido publicado en Gara y complementa el anterior acerca del cisma entre lo que se entiende por política y lo que realmente es:
Populismo punitivo
El autor toma como punto de partida la promesa de Patxi López de golpear los «espacios de impunidad» para analizar las estrategias, no exclusivas de Euskal Herria pero sí profusamente utilizadas en los últimos años contra amplios sectores sociales vascos, que apuestan por incrementar la represión y aplicar la conocida «tolerancia cero». Una política sólidamente anclada a la que Arzuaga denomina «populismo punitivo», es decir, la alimentación a través de los medios de comunicación de una falsa sensación de inseguridad que les sirve de coartada para multiplicar la represión y limitar, no los «espacios de impunidad», como dice López, sino los «espacios de libertad».
Patxi López nos ha prometido que golpeará los «espacios de impunidad» que pueda vincular con cualquier forma de justificación de la violencia política. El término es de los que tienen gato encerrado, expresión hecha nunca mejor traída: pide un cheque en blanco para encerrar, enviar a la cárcel, exacerbar la utilización del aparato represivo y penal, como herramienta principal para resolver todos los problemas. Se ha escrito muchísimo sobre la función del sistema penal, el fin de la pena. ¿Para qué castigar? ¿Qué se persigue con la pena? ¿Qué bienes, conceptos, valores, se protegen cuando se envía a alguien a prisión? ¿Cuáles otros se agreden? ¿Por qué está tan de moda la cárcel, la represión, como solución, cuando además, nos dicen que la tasa de delitos se ha reducido?
Entremos en materia con esta última pregunta. En los Estados Unidos la crisis del modelo económico trajo hace ya alguna década una crisis del sistema penal, una nueva modalidad de enfrentarse a la «delincuencia». El entonces alcalde de Nueva York, Rudolph Giuliani, diseñó una nueva estrategia de represión denominada broken windows, ventanas rotas: hay que enfrentarse contundentemente al delito en su primer estadio, cuando la gravedad es mínima -pequeños hurtos, sabotajes menores, mendicidad, okupas, prostitutas...- antes de que la cosa cobre mayor dimensión.
Es la idea del micropenalismo: detengamos al crío que ha roto un cristal con su balón, apliquémosle la pena con todo su rigor, que aprenda antes de embarcarse en trasgresiones mayores y de paso, enviemos a la población un mensaje de eficacia, de mano dura, de que la tolerancia hacia la «delincuencia» ha terminado. Paralelamente, creemos una sociedad atemorizada, insegura, obsesiva con la incertidumbre de lo que vendrá, de lo desconocido, de lo distinto.
Ofrezcamos protección a las clases acomodadas, aseguremos la perdurabilidad de nuestro sistema y, de paso, nuestra primacía en él. Así comenzaba una nueva guerra contra la disidencia, la pobreza, la inmigración. Mi hermano vivió una temporada en un squat en Nueva York y pudo zafarse de la Policía dejando atrás un graffiti inacabado en una calle céntrica: Giuliani fasc... Discrepante, okupa y extranjero; de haber sido arrestado las consecuencias podían haber sido tremendas.
Esta estrategia, también denominada Zero Tolerance, embarcada en los mecanismos de globalización, cruza rápidamente el charco y encuentra acomodo en otras latitudes, en el ámbito europeo y por supuesto, en un estado ávido de herramientas represivas, más aún si vienen bendecidas por el imperio: el Estado español. No quiero entrar en la extensa casuística para visualizar la aplicación de esta estrategia, porque supongo que al lector inmediatamente le viene a la cabeza toda la retahíla de novedades represivas, las reformas de viejos delitos, la creación de otros nuevos, las propuestas de cadenas perpetuas e incluso, en momentos álgidos, de pena de muerte, el ¡más difícil todavía! en el catálogo de castigos al que no nos vamos a acostumbrar nunca.
No quiero perderme en la profusión de datos. Quiero, más bien, extraer conclusiones de todos esos hechos para nada aislados. Quiero visualizar la tendencia, dibujar el recorrido represivo llevado a cabo en los últimos tiempos. Quiero advertir sobre la obsesión securitaria, sobre la sensación de riesgo permanente que quieren imponer a la población para justificar sus medidas. Quiero denunciar la cultura del control que se va conformando, la acción de la censura y la autocensura que esta conlleva y que nos resta iniciativa como personas con espíritu crítico, como ciudadanos racionales, en definitiva, como humanos.
Es así como llegamos al título del artículo: el populismo punitivo se configura como la demanda -presuntamente- popular dirigida a los poderes públicos de más mano dura, de mayor eficacia ante el delito, de continua acción represiva contra el diferente. Son tres los actores que participan en esta orgía de exaltación colectiva del castigo: la ciudadanía, eternamente insatisfecha porque no vislumbra el final de sus preocupaciones, la desaparición de sus miedos y ansiedades, acentuados en este momento histórico definido por la incertidumbre. Los medios de comunicación, que ejercen de altavoz atronador de determinados hechos para situarlos a la base de las preocupaciones colectivas, activando la alarma, manipulando las emociones. Por último, los responsables políticos, institucionales, los gestores de la seguridad pública, que únicamente ofertan la inflación permanente de la severidad de la respuesta, siempre en términos de más castigo: en definitiva, más madera. El orden de los tres factores en cuanto a quién impulsa a quién -si es el ciudadano presionado por los medios quien demanda a los gobernantes, o si son estos quienes utilizan los medios domesticados para generar la reacción en la población-, es decir, el grado de iniciativa de cada cual en el impulso de la represión no es irrelevante, pero no hace variar el producto final.
Así, aprovechándose de la desmemoria y despolitización colectiva se induce la reacción ante circunstancias aisladas -la alarma social por el último sabotaje, el clamor popular ante la última acción armada, la indignación por el pulso inaceptable al Estado que suponen las últimas declaraciones de tal o cual ilegal...- para inmediatamente proponer respuestas «rápidas», «contundentes» y «eficaces», supuestamente avaladas por la mayoría. Esta actitud claramente demagógica e irracional, en vez de proponer soluciones, precisamente apuntala los problemas. Viejas recetas en nuevo celofán para viejos problemas enquistados. Porque la nueva propuesta del nuevo lehendakari no es novedad, no es un concepto de cambio, label obsesivo que acompaña a todas sus iniciativas. Porque en realidad no tiene nada nuevo que ofrecer. Es una huida hacia delante, es profundizar en el error cometido por todos los anteriores dirigentes y responsables de seguridad, ministros y consejeros de interior, que creen enfrentarse con músculo renovado al problema y sólo lo evaden. Dije que había gato encerrado: donde se promete atacar «espacios de impunidad» se sugiere destruir los «espacios de libertad» con fuerzas renovadas.
Es urgente, pues, revertir ese esquema. Hay que detener el paradigma de represión, denunciar que no se puede apretar perpetuamente la tuerca de la mano dura. Enviar un mensaje a la sociedad de que esa pendiente resbaladiza por la que quieren que transite sólo conduce al acantilado. Hoy, Patxi López, de la mano de víctimas, empresarios, clases privilegiadas... proclama su deber de llenar las cárceles. Mientras las y los disidentes, sectores populares, los afectados por la crisis, los emigrantes... tienen el derecho a permanecer en silencio, ya que cualquier cosa que digan será utilizada en su contra.
Tendremos que salir a dibujar: López fasc...
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