Les compartimos este texto publicado en Deia:
La actual ikurriña es la última y más exitosa de las propuestas de bandera nacional para los vascos, pero hace más de un siglo y durante casi dos décadas, los vascos en América usaron un precedente, hoy prácticamente desconocido
Oscar Álvarez Gila | Profesor de Historia de América/EHU
El pasado 14 de julio, con ocasión del aniversario del izado por vez primera de la ikurriña en la sede del Euzkeldun Batzokija de Bilbao, se publicó en este mismo periódico un interesante artículo de Aitzol Altuna sobre el origen de la ikurriña y otras banderas nacionales que, con mayor o menor fortuna, fueron utilizadas en el pasado para representar la identidad vasca. El autor reseñaba, entre otros ejemplos, una bandera diseñada en 1881 por el carlista Pedro Soraluce para ser usada como símbolo de la unión de las cuatro provincias vascas peninsulares, y que fue presentada por vez primera en un acto público en París en homenaje a Víctor Hugo.
Por vez primera y casi por última, dado que dicha bandera apenas llegó a ser conocida, mucho menos usada, en Euskal Herria. Buena muestra de ello es la propia descripción que hace el autor de dicho artículo de la bandera, señalando entre otros elementos de forma errónea que la bandera presentaba "en el centro un lauburu o esvástica redondeada". Efectivamente, las fuentes que nos describen la bandera hablan de que se incluía en ella "el histórico lauburu", pero como bien ha demostrado Santiago de Pablo en un reciente artículo (2010), el nombre "lauburu" no comenzó a designar a lo que hoy entendemos como tal hasta comienzos del siglo XX: en 1881, cuando se diseño esta bandera, "lauburu" significaba eso mismo: una formación cruciforme formada por cuatro cabezas de reyes moros, en recuerdo de una legendaria batalla medieval en la que mesnadas de los cuatro territorios vascos lucharon de forma conjunta. Así lo señalaba Augustin Chaho, el primero en describir este particular lauburu. Y para comprobarlo, bastaría con acudir al artículo que en 2003 publicara Coro Rubio en la revista Sancho el Sabio, en el que reproduce una imagen fotográfica del boceto que el propio Soraluce elaboró y remitió a las autoridades de las diputaciones vascas.
Pero no es esto de lo que quiero hablar hoy, sino de un capítulo casi completamente desconocido de la historia simbológica de la identidad vasca. Porque esta bandera, que como hemos señalado prácticamente pasó sin pena ni gloria entre nosotros, tuvo un éxito inusitado al otro lado del Atlántico, en las incipientes colonias que la emigración de numerosos vascos en la segunda mitad del siglo XIX estaba creando en países como Argentina, Uruguay o Cuba, principalmente. En estos tres territorios, los primeros centros vascos o euskal etxeak que se crearon a fines de la década de 1870, no solamente recibieron y aceptaron con prontitud la nueva bandera, sino que recientemente estamos comenzando a descubrir que la usaron durante algunas décadas, casi hasta el cambio de siglo, como una auténtica y verdadera bandera nacional vasca, en el contexto de las sociedades en que estos vascos vivían, trabajaban y mostraban su identidad particular como euskaldunes.
El primer episodio se vivió el 1 de noviembre de 1882 en Buenos Aires. Ese día se inauguraba la plaza Euskara, el mayor frontón de pelota vasca del país, financiado por los socios del centro vasco Laurak Bat de la capital argentina. Ese mismo día, realzando la importancia del acto, se hizo la presentación pública e izado de la nueva bandera, que las fuentes denominan "bandera de Euskal Erria". El acto incluyó un ritual que incluía la elevación de la nueva bandera vasca a una situación equiparable a las banderas argentina y española que también se enarbolaban en el recinto. Más aún, la propia bandera vasca fue izada, al igual que las otras dos, a los sones del himno vasco, que en aquellos años no podía ser otro que el Gernikako Arbola de Iparragirre.
Pocos meses más tarde, los vascos de Montevideo hacían lo propio al usar por vez primera la bandera en el desfile protocolario que abrió las fiestas nacionales que organizaron los vascos de la ciudad de Minas. Allí acudió una representación del centro vasco de la capital uruguaya, llamado también Laurak Bat, cuya junta directiva marchó solemnemente, a los acordes del mismo himno vasco, precedidos solemnemente por la nueva bandera. Y en La Habana, que por aquel entonces era todavía una ciudad colonial española, los vascos tuvieron que resignarse a que la nueva "bandera de la unión" no ondeara en las fiestas anuales de la virgen de Begoña de aquel año, sino en las de 1883, debido al retraso en su envío a Cuba por parte de la empresa barcelonesa encargada de elaborarla.
"Bandera de Euskal Erria", "Estandarte vasco", "Bandera de la unión"... Los diferentes nombres con los que se refieren las fuentes a esta nueva bandera nos indican que, para aquellos vasco-americanos que la usaban, su significado iba más allá de la simple representación institucional de un centro vasco. Era, sobre todo, un modo de plasmar mediante el instrumento de la simbología, del mismo modo que hacían el resto de las naciones, su propia identidad como vascos, superando la vieja división entre los territorios y sus particulares banderas y escudos. La bandera ondeaba en lugar de honor y presidía las reuniones de las juntas directivas de los centros; ondeaba en el exterior de las sedes de las euskal etxeak junto con la bandera nacional del país anfitrión; se la hacía encabezar los órganos de la prensa vasco-americana creados al calor de las euskal etxeak; se la hacía desfilar con la solemnidad y reverencia propia de un símbolo patrio; protegía desde la altura las fiestas y romerías que los vascos organizaban como medio de estrechar los lazos de la colectividad y mostrar al resto de sus conciudadanos americanos el orgullo de su identidad.
De hecho, a pesar de que su simbología, basada en el número 4, hacía referencia en la mente de su creador únicamente a los vascos peninsulares, como ya hemos señalado, en su periplo americano esta bandera pronto pasó a representar -y ser aceptada- por todos los vascos, independientemente de su procedencia. Los vasco-americanos, en la década de 1880, ya estaban dando pasos acelerados para superar la división, que muchos de los líderes de la colectividad rechazaban por "artificial", entre vascos españoles y franceses. La identidad vasca era algo que se situaba por encima de cualquier división fronteriza, incluso para aquellos que no veían incompatible la identidad vasca con el mantenimiento de la española o francesa, respectivamente. Solo en el caso de Montevideo se plantearía, en 1886, una moción para modificar esta bandera al calor de una ley recientemente aprobada por el gobierno uruguayo que prohibía el uso, por parte de las asociaciones creadas por los inmigrantes, de cualquier bandera nacional que no fuera la uruguaya. El hecho de que los vasco-uruguayos se plantearan elaborar un nuevo emblema a raíz de esta ley, ya nos indica en cierto modo el carácter de símbolo nacional que le otorgaban. Pero fueron incluso más allá, y para complementar el uso interno de la bandera de 1881, a la que nunca renunciaron, diseñaron otro estandarte, en el que se incorporaban elementos, no de las cuatro, sino de las siete provincias, como un medio para expresar de un modo más completo y cabal la realidad de la identidad vasca. Una realidad que, para quienes dirigían la colectividad vasca de Montevideo, integraba a todos los territorios entre el Adour y el Ebro en pie de igualdad.
Ya a comienzos del siglo XX, con la llegada de nuevas propuestas simbológicas desde Euskal Herria (el escudo del Zazpiak Bat, primero, y seguidamente la propia ikurriña), la vieja bandera de 1881 fue languideciendo paulatinamente. Se perdió en 1898 en Montevideo, cuando problemas económicos obligaron a cerrar el centro vasco y los vascos estarían más de una década sin soporte institucional. En Buenos Aires siguió presidiendo la sede social, pero las nuevas generaciones de inmigrantes, para las que su significado era desconocido, acabaron por dejarla en el olvido; solo en 1915 fue usada por el sector españolista que lidiaba en aquel año por el control del Laurak Bat, como arma arrojadiza contra el nacionalismo y la ikurriña, pervirtiendo su inicial significado y provocando su desaparición cuando el nacionalismo se hizo con el control del centro. La única excepción se halla en el caso de La Habana, dado que la bandera acabaría por convertirse en emblema de la Asociación Vasco-Navarra de Beneficencia, la institución decana de los vascos en Cuba, y de este modo convivió hasta casi nuestros días junto con la ikurriña.
Cabe una última pregunta, y es la de dilucidar por qué tuvo la bandera de 1881 una historia tan diferente a ambos lados del Atlántico. Para el caso de los vasco-americanos, creo tener la respuesta. La bandera respondía a una necesidad generada en el seno de las propias colectividades vascas. Alejados de su tierra y arraigados en territorio ajeno, en una sociedad multicultural producto de las grandes inmigraciones, los vascos aprendieron en América a apreciar más los elementos comunes que los unían, que los particularismos y viejas divisiones provincianas entre territorios. En ese gran laboratorio identitario que fue la emigración, los vascos eran cada vez menos vizcainos, alaveses, navarros, suletinos... y más vascos, sin otro apellido. El uso de una bandera común era, simplemente, un paso más a la hora de hacer evidente, de un modo visual, lo que ya estaba siendo una realidad dentro de la colectividad. La idea de que los vascos constituían un pueblo con su propia y particular identidad.
Y todo esto por no reconocer la bandera de Navarra como la bandera vasca de mayor longevidad, sin olvidar claro, al Arrano Beltza.
Nota: La imagen de la bandera mencionada en este texto la hemos encontrado en la página Euskal Herriko Ikurrak gracias al blog La Driza.
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