Un blog desde la diáspora y para la diáspora

jueves, 26 de abril de 2001

La Imposición Lingüística de Juan Carlos

Juan Carlos Borbón fue nombrado Príncipe de España violando sus propias reglas de sucesión monárquica.

Asumió interinamente la jefatura de estado durante la dictadura en dos ocasiones en 1974 y en 1975.

Cuando fue coronado, juró acatar los Principios del Movimiento Nacional, esos que guiaron al golpe de estado militar en contra de la Segunda República Española y que a sangre y fuego instauraron la dictadura en 1939.

Se despachó con la puesta en escena de un golpe de estado de falsa bandera el 23 de febrero de 1981 para la cual recurrió a sus amiguetes.

Y es el mismo que nos vino a decir que el castellano "nunca ha sido lengua de imposición". Ustedes sabrán si le creen.

Nosotros nos quedamos con este artículo de opinión publicado por La Jornada:


La lengua de un rey

Ramón Vera Herrera

Juan Carlos, monarca del Estado español, impuesto como gobernante aunque hoy sea más bien una figura decorativa, nos ha salido con que "nunca fue la nuestra lengua de imposición, sino de encuentro; a nadie se obligó nunca a hablar en castellano: fueron los pueblos más diversos quienes hicieron suyo, por voluntad libérrima, el idioma de Cervantes". Uff. El dislate es, literalmente, regio.

Según la agencia Afp, "tras el revuelo levantado por las declaraciones del monarca, la casa real se apresuró a matizar que la cita se refería a la implantación del castellano en América a partir del siglo XV, y no a su relación con las diversas lenguas en España".

Sin querer entrar en las honduras de la historia de la península ibérica que dieron como resultado la imposición del castellano al conjunto de pueblos que habitaban esa vasta región que hoy malamente se conoce como España, baste recordar lo dicho por Antonio Alatorre -al que no se le puede tildar de anticastellanista-, quien en su ya famoso libro Los 1001 años de la lengua española (nótese qué fácil es dar el salto mortal y entronizar el castellano como la lengua española) afirma que "Hace 1001 años Castilla era un pequeño rincón. El castellano era un pequeño dialecto arrinconado en la mal romanizada Cantabria". Paradójicamente, continúa Alatorre, "la palabra español, o sea el nombre mismo de nuestra lengua, es un extranjerismo. La explicación de la paradoja no es difícil. Eran los extranjeros quienes veían a España como un todo. En España misma no había 'consciencia de España': se decía 'soy navarro', 'soy leonés', etcétera, pero no 'soy español'. Además 'España era para los reinos cristianos una nación ajena. Si la palabra hispaniolus se hubiera usado, habría dado como resultado españuelo. La palabra español es un provenzalismo".

Si la propia casa real, dándose cuenta de la avalancha de críticas se apresuró a apaciguar las airadas voces de la península, la "rectificación" que se terminó imponiendo al público refleja que los monárquicos le conceden de dientes para afuera a sus súbditos lo que no están dispuestos a reconocer en los territorios que quizá sigan pensando como sus colonias.

Y es de dientes para afuera, porque el Estado español quisiera borrar la historia de resistencia de los otros idiomas de la península ibérica ante el embate oficial por erradicar su enorme riqueza. El arrinconamiento y la prohibición que de plano ejerció el gobierno de Francisco Franco no lo logró.

Por fortuna, en América también resisten infinidad de lenguas indígenas pese a la dominación de tres siglos de monarquía española.

Afirmar que los pueblos más diversos hicieron suyo por "voluntad libérrima" el castellano es más que un desliz para sicoanálisis, pues intenta borrar los cinco siglos de dominación que hoy día siguen presentes en las disposiciones más diversas, como aquella de las leyes de comunicación mexicanas que prohíben la difusión en otra lengua que nos sea el "español", impidiendo así la propagación y fortalecimiento de las 56 lenguas que conforman el abanico de nuestro país.

Es fácil olvidar que cuando los ejércitos "españoles" arribaban ante un grupo de caracterizados indígenas con los que se pretendía trabar contacto -léase sojuzgarlos, dominarlos, "civilizarlos", "cristianizarlos"-, se les leía un bando muy propio y pomposo en castellano en el que se les exigía, como prueba de buena voluntad, la lealtad a la corona y a sus funcionarios, advirtiendo que de no ser acatadas sus disposiciones, caería el peso de dicha corona contra sus poblaciones. En ausencia de un traductor a modo, no fueron pocas las poblaciones que al no entender fueron masacradas. Si eso no es ser un idioma de imposición, al rato saldrán con que no existió la Conquista, y que los pueblos indígenas de América llamaron a los conquistadores a poner orden en estas bárbaras tierras, por libérrima voluntad.

Más allá de que el castellano sea una lengua de grandes posibilidades lingüísticas y de sugerencias literarias sin fin, su imposición como el idioma de la dominación en América estableció los criterios que juzgarían a todo aquel que no estuviera "civilizado", es decir, apaciguado. Debe ser claro que la oficialización de cualquier idioma como la lengua del poder excluye a todo aquel que no la habla y lo somete al juicio de sus opresores. En el largo camino de esta imposición en América, la pérdida de formas de pensamiento, de asociación de ideas, de imágenes intraducibles no ha significado sólo una pérdida "cultural". Ha significado la erradicación de formas de vida completas, la desaparición de pueblos cuya visión del mundo se expresaba en una lengua particular cuya trascendencia podían juzgar únicamente sus hablantes. Ante este desperdicio de vidas, ante tal desarticulación radical del sentido que sigue pesando en los pueblos indios de nuestro continente, ya no da risa el disparate del rey. 




°

No hay comentarios.:

Publicar un comentario