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lunes, 9 de diciembre de 2019

El Tronco y el Carbonero

Desde la sección de blogs de Deia traemos a ustedes la segunda entrega que Félix Muguruza dedica al Olentzero:


Félix Mugurutza

Hace ya un año escribí un artículo titulado Olentzero es un madero, con gran aceptación y difusión. Con él intentaba mostrar cómo habíamos inventado un «nuevo Olentzero», inexistente hasta nuestros días, una especie de Santa Claus a la vasca, desdeñando a su vez las profundas raíces de dicho ritual.

Decíamos allí que, en realidad, el nombre Olentzaro —u Olentzero— parece hacer referencia al período de días invernal, solsticial, el centro del invierno. Era el nuevo fuego del hogar, casi sobrenatural en estos días, el que tomaba el protagonismo, quizá como representación terrenal y más humana del astro sol. Y para ello se hacía arder un grande y noble tronco, destacado por su porte, arrastrándolo a duras penas desde el bosque hasta el hogar. Era así cómo aquella vivienda, animales, bienes y familia quedaban bendecidos por aquel fuego arraigado en el bosque. Hasta sus cenizas gozaban de poderes sobrenaturales, mágicos. Eso era Olentzero…

En realidad, sobre todo el conjunto subyace el primitivo culto a los bosques, al totémico árbol, a los que se les atribuía vida y protección. Es una primitiva creencia animista común en toda Europa y de la que formábamos parte los vascos. No os creáis que es pura casualidad o estética el hecho de que en tantos de nuestros escudos heráldicos aparezca un árbol, que bajo ellos se hiciesen las más solemnes reuniones concejiles o que muchos de los santuarios se expliquen con la apariciones marianas en diversos árboles… precisamente para ocultar o suplantar el culto popular a aquellos árboles por el cristianismo.

Culto al bosque de los vascos

Evidentemente, ninguna o escasísimas referencias tenemos de aquellas creencias, ya que no existe documentación de esa época. Pero sí contamos, casi milagrosamente, con algunas puntuales referencias que nos dejan entrever una realidad mucho más generalizada y extendida que lo que muestran. Algunos casos, son bien conocidos.

En el País Vasco hay recuerdos de un animismo simple como, por ejemplo, ocurre en Kortezubi (Bizkaia), donde Barandiaran recogió una tradición según la cual antiguamente los árboles iban por su propia voluntad a los caseríos para que los quemaran, hasta que una mujer se enredó con las ramas de ellos en el portal de su mansión y, colérica, dijo ««Etorriko ez bali hobea leiko», ‘Sería mejor que no viniesen’. Desde entonces, es el hombre el que tiene que ir al monte a cortarlos» (Eusko Folklore, 1921).

Azkue estudió «…curiosas manifestaciones de vieja dendolatría [culto a los bosques y arboles] propias del territorio vasco-francés. En localidades de la Baja Navarra, como Saint Jean de Pied de Port, donde sobreviven las antiguas selvas pirenaicas, se oye y se dice que cuando se vende algún bosque, éste se encoleriza tanto que siempre suele caer algún árbol que aplaste a uno o a otro de los hombres que por él pasan» (Euskalerriaren Yakintza, 1935).

«A él mismo le contaron en Idiazabal (Gipuzkoa) que un fraile francés, leñero, decía a los árboles que iba a cortar «guk botako zaitugu eta parkatu iguzu» [Op cit.]. Que este fraile era vasco se desprende de la misma fórmula rimada que tenía para pedir perdón al árbol, fórmula semejante a otras recogidas en diversas partes de Europa».

Algo similar podemos entrever en una de las encuestas etnográficas que sobre leyendas y mitos de Orozko hizo Anuntxi Arana: «Etxe zarretean bere ez eudien esaten aretx batek gizon bat hil euala? Eta hai aretxa txondarrean sartu orduan eta txondarrak ez eukan gauza onik: haik txondarrak ez eukan gauza onik inoiz».

Culto al bosque y el cristianismo

En el siglo III, el Cristianismo se instauró como la religión oficial del Imperio Romano. Así promulgó la existencia de un dios único y declaró idólatra y pagana la adoración de las arraigadas divinidades de la naturaleza. Y comenzó su cruzada contra todas aquellas antiguas creencias y tradiciones con la intención de hacerlas desaparecer. La destrucción y profanación de los lugares y bosques sagrados a manos de insignes cristianos fueron procedimientos habituales para imponer la nueva religión. Así, en el Concilio de Toledo (año 661) se proclama la persecución y castigo de…“los adoradores de los ídolos… dan culto a árboles y fuentes”. También Carlomagno, al someter al pueblo sajón, ordenó talar el roble sagrado que adoraban.

Pero es tal el arraigo popular de esas costumbres que hasta impregna a los numerosos ermitaños que a partir del VI deciden entregarse a la vida contemplativa, en fusión con la naturaleza. El mismo San Bernardo nos lo aclara muy bien: «Los bosques te enseñarán más que los libros. Los árboles y las rocas te enseñarán cosas que no aprenderás de los maestros de la ciencia». Pero, en general, tanto desde el flanco político-administrativo como desde el religioso —que en aquellas épocas se entremezclaban— se combaten aquellas viejas creencias para erradicarlas y para luchar en favor del culto al dios cristiano. Por no extendernos, lo dejaremos para otra ocasión.

A su vez, el contacto con el bosque para su explotación fue en aumento, por lo que aquella visión de inviolabilidad suprema fue difuminándose entre las masas populares. Así, la divinidad que en sí era el bosque, se sustituye por un bosque como morada de seres divinos o sobrenaturales.

En otra fase posterior, la mentalidad popular de aquellas aldeas, llenaron los bosques de seres legendarios. De ahí surgirían los Basajaun ‘el señor del bosque῾, parejo y paralelo al Silvano de los romanos, como bien apuntara Alberto Santana. A su vez, por otro flanco, la Iglesia promovió apariciones marianas en bosques y árboles determinados que, por su carácter milagroso no daban opción a la duda o réplica. Todo esto no es sólo propio de nuestra cultura vasca sino que sucede en todas las de Europa: de nuevo, somos unos más en las corrientes generales.

Del mal al carbonero

A partir de entonces, el bosque representa de un modo simbólico la parte opuesta de la luz, civilización y la bondad. Allí reina lo desconocido, la tenebrosidad y el canon de peligro del que siempre hay que huir. Por ello se llenan nuestras culturas populares de brujas maléficas en nuestros cuentos infantiles —con origen en cuentos populares centroeuropeos — , en los que yo conocí de niño. Y leyendas de viejas del monte, lobos casi humanos que habitan el bosque como idealización del mal. Hasta los bandoleros, más tardíos, encontraban en nuestras selvas el refugio para su maléfica actividad.

No sería por tanto extraño que ahí pudiésemos encajar a nuestro Olentzero —ahora personaje— y muy alejado del Olentzaro inicial —estado o tiempo de bondad—, ser grotesco y molesto como se describe en sus lugares de origen: En Oiartzun, por ejemplo, es un ser que desciende desde el bosque y baja por la chimenea con una hoz en la mano, aterrorizando a los niños de la casa. En Elduain, además, es necesario que la chimenea esté limpia, porque si no cortará no dudará en cortar la cabeza de los moradores. Hay muchas variantes, tantas como pueblos… hasta la de convertirlo en un horrible ser que tiene tantos ojos como días del año más uno, es decir, 366 (Larraun).

A pesar de lo que nos insuflen hoy, no deja de ser un personaje que simboliza la transgresión, lo indecente, el buen saber estar: es un tripero insaciable, sucio y desaliñado, un borracho de ojos espantósamente sanguinolientos que persigue con una hoz a los habitantes del valle, amenazándoles de muerte. Alguien de quien hasta hace cuatro días, los niños huían aterrorizados. Hasta hemos tenido que moificar la letra de su famosa canción para adecuarla a nuestras necesidades: «Olentzero, buru handia, entendimentu gabea» (‘Olentzero, cabezón, sin inteligencia’) a «Olentzero, buru handia, entendimentuz jantzia» (‘Olentzero, cabezón, vestido con inteligencia’).

Tal es así, que en la mayoría de los pueblos se finaliza la fiesta ejecutándole en una hoguera en el centro del pueblo, por mucho que antes hayan paseado «la pieza» por sus calles reclamando la propina por ello. Nada distante de la costumbre solsticial de algunos pueblos de Álava de quemar un pellejo o monigote que encarna el mal del año pasado gritándole con rabia «erre pui erre, a quemar el culo a Putierre».

Aquel estadio de convivencia con lo más profundo del bosque, ya en el XVIII y probáblemente más en el XIX, lo debieron representar los carboneros. Más cuanto más tardíos en el tiempo, pues habían de acudir cada vez más lejos y más arriba en las montañas para conseguir las escasas maderas carbonizables. No creo por ello que sea casual que en algún caso local puntual, el personaje de Olentzero sea un carbonero, una suposición hoy tan generalizada que roza del dogma de fe. Pero nunca ha sido así: porque esa generalización es pura modernidad. Por eso aquí intentamos mostrar una evolución mental de ese paso de madero a carbonero.

¿Y cómo damos fin a aquellas creencias paganas de culto al árbol? Reconvirtiendo aquel ser del bosque —ahora carbonero— en el mismo anunciador del nacimiento de una nueva fe, el personaje que, humillado y rendido ante el nuevo dios, baja de la barbarie del bosque a la deliciosa población, para decir que Cristo ha nacido: «…aditu duenean, Jesus jaio dela, lasterka etorri da, berria ematera». Algo que ya nos es conocido como explicación popular de la desaparición de los gentiles, en colectivo suicidio al haber nacido Cristo.

Salvando las distancias en lo geográfico y en lo temporal, no trata algo diferente de lo que se cuenta en aquella referencia europea que decía que «mediante una constante predicación, [el obispo Wigberto] apartó del error a éstos, que estaban sometidos a una vana superstición, y el bosque llamado Zutibur, que los indígenas veneraban en todo como un dios y desde época antigua permanecía inviolado, lo destruyó desde las raíces y en él construyó una iglesia dedicada a San Román mártir». Arrancar árboles para plantar templos, borrando creencias anteriores.

Y la luz se hizo...

Nada nuevo bajo el ahora tan débil sol… No pretendo ni juzgar ni dar clases morales de nada a nadie. Tan solo desearos que paséis unas felices fiestas y que no olvidéis que siempre os hará más felices el internaros en un bosque para sentiros parte de él que todo el consumismo olentzeriano al que el insaciable comercio nos empuja para despeñar nuestra cultura.






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