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martes, 2 de octubre de 2018

El 'Euskalduna Aita'

Directo de las páginas de La Vanguardia hasta la etiqueta Kurlansky Arzalluz nos llega ese apunte biográfico de Antonine d'Abbadie, vasco-irlandés coautor del Zazpiak Bat:


De Etiopía a la costa de Hendaya, la travesía de un joven irlandés que marcó la historia del pueblo etíope y vasco

Pepe Verdú

Durante 11 años, entre 1838 y 1848, Antoine d’Abbadie recorrió Abisinia, la actual Etiopía, donde cartografió 250.000 kilómetros cuadrados de territorio. Lo hizo con pocos medios, con una pasmosa precisión y con la única ayuda de su hermano Arnaud. Juntos reunieron cuantiosa información sobre un país entonces apenas conocido en Europa. Antoine también recopiló 40.000 palabras aprendidas de 30 lenguas locales. Suyos fueron un colosal diccionario de amhárico con 15.000 términos y la primera Geografía de Etiopía.

Antoine Thompson d’Abbadie había nacido en Dublín en 1810. Su padre era vasco, de Zuberoa; su madre, irlandesa. La familia se trasladó a Francia cuando Antoine tiene diez años. Después de aprobar los estudios secundarios, en París compatibiliza la carrera de Derecho con enseñanzas dispares: lenguas antiguas y modernas —acabará hablando 14 con fluidez—, astronomía, física, ofidiología (estudio de las serpientes), geología, mineralogía... Un anhelo lo impulsa: quiere explorar el interior de África.

Disciplinado y metódico, un poco obstinado, d’Abbadie consagra seis años a adquirir conocimientos para esa vivencia. También se prepara físicamente: corre y nada largas distancias, perfecciona su esgrima, practica gimnasia... Está decidido a convertirse en un explorador capaz de afrontar cualquier contingencia. Incluso adiestra su aparato digestivo, acostumbrándolo a una dieta a base de huevos, legumbres y leche, sin carne. Y empieza a construir sus propios instrumentos de medición.

Un destino gana terreno en su ánimo: Abisinia, donde se dice que hay reinos poderosos, palacios, iglesias y jardines, libros antiquísimos, eruditos protegidos por la nobleza, y una cultura floreciente a orillas del lago Tana, allí donde las creencias cristianas florecen desde el siglo IV sin la presencia proselitista de misioneros.

Antes de acudir, d’Abbadie recorre Bretaña, Inglaterra, Irlanda... En 1836 viaja a Brasil al frente de una misión de la Academia de Ciencias de Francia. Allí estudia el magnetismo terrestre, contrasta las teorías de Alexander von Humboldt, Carl Friedrich Gauss y Louis Joseph Gay-Lussac. La travesía la hace a bordo de la fragata Andrómeda, donde entabla amistad con otro pasajero: el príncipe Luis Napoleón. Para vencer el tedio de alta mar, Abbadie coquetea con la adivinación y anticipa que Luis Napoleón gobernará Francia. Lo hará, será Napoleón III.

A finales de 1837, d’Abbadie y su hermano pequeño Arnaud emprenden por fin su gran viaje hacia Etiopía, donde permanecerán 11 años. Antoine tiene 26 cuando parten de El Cairo; Arnaud, solo 21. Atraviesan Egipto y el mar Rojo, y en febrero de 1838 desembarcan en Massawa (actual Eritrea), habitual punto de partida de las caravanas hacia el interior del territorio. Tardarán dos meses en emprender esa ruta, permanecen bloqueados en la franja litoral, un yermo infernal donde los grandes felinos y los feroces salteadores campan a sus anchas. El motivo es la tozuda negativa de Antoine a hacerse pasar por mercaderes para obtener los necesarios permisos. “¡Somos viajeros!”, clama.

Finalmente reemprenden la marcha hacia el corazón del país, hacia el altiplano, una llanura elevada, fracturada por multitud de barrancos tallados por ríos caudalosos. Cada vez que encuentran uno de esos profundos precipicios, deben bajar hasta la orilla fluvial, cruzar el agua sorteando los cocodrilos, y ascender de nuevo por la otra vertiente. La Etiopía de la época tenía un único puente, cercano a Gondar, ciudad a la que llegan el 28 de mayo de 1838.

En torno al lago Tana, d’Abbadie encuentra la civilización etíope que soñaba. Gondar es su joya, la residencia de los emperadores, la capital religiosa e intelectual del país. Una ciudad majestuosa que entonces tenía 17 templos cristianos y 8.000 habitantes. También comprueba que aquella es un sociedad frágil, cuya defensa se basa en los acantilados y los desiertos ensalobres más que en su propio vigor. El reino carece de un poder central que lo cohesione, se desangra en intrigas y conspiraciones, en continuas guerras civiles, y la población está sometida a dependencias feudales.

D’Abbadie se entrega a sus cálculos y sus mediciones, pero pronto percibe que no son exactos. La abundancia de mineral de hierro altera las brújulas, distorsiona sus estimaciones. No hay solución, necesita un teodolito. Ni corto ni perezoso regresa a Francia en su busca. Aprovechará el viaje para proveerse, además, de un sextante, un hipsómetro, un cronómetro...

En febrero de 1840 desembarca de nuevo en Massawa. Arnaud lo espera. Este ha aprovechado el tiempo: adquirió influencia en la Corte guerreando en el país de los oromos, y ha visitado las fuentes del Nilo Azul. Es el tercer europeo que lo hace, solo lo precedieron el jesuita Pedro Páez en 1630 y el escocés James Bruce en 1770.

Los dos hermanos se encaminan a Gondar, pero los planes se tuercen. Antoine es herido en un ojo por una esquirla de bala desprendida de su propia carabina; queda temporalmente ciego. Además, varios caudillos locales les vetan el paso por sus tierras. Aunque disminuido en la visión, Antoine se niega a abandonar. Finalmente llegan a Gondar después de muchos rodeos y aun más peripecias.

Arnaud reactiva sus contactos, participa en batallas enrolado en los ejércitos del emperador. En agradecimiento a sus servicios recibe la dignidad de “general” y de juez. Se le encomiendan gestiones diplomáticas en lugares alejados. Su hermano aprovecha la circunstancia, viajan juntos. Antoine asume el papel de ‘mamhir’, de sabio errante. Ambos adoptan el turbante y las ropas tradicionales del país, caminan descalzos; en la Etiopía de la época solo se calzan los leprosos y los judíos. Son bien acogidos en todas partes.

Antonie se niega a abandonar el viaje incluso ciego

Un anhelo cala poco a poco en ambos hermanos: la identificación de las fuentes del Nilo Blanco. Los indígenas les aseguran que el río Omo es, en realidad, el curso superior del Gran Nilo. Deciden investigarlo. Arnaud usa su influencia para entrar en el territorio Inarya, donde los recibe su rey, Abba Boggibo, un soldado de fortuna que se ha apoderado del trono. Antoine juega a hacer magia recreativa para ganarse el favor del soberano. Es un error: el reyezuelo queda tan fascinado que lo retiene, lo quiere para sí. La fama del “hechicero blanco” se expande, aporta prestigio a un Abba Boggibo orgulloso de su “propiedad”. Incluso envía a d’Abbadie a realizar gestiones diplomáticas: concertará su boda con la hermana del rey de Kaffa, será su duodécima esposa.

Arnaud usa su influencia militar, amenaza a Abba Boggibo con la interceptación de todas las caravanas que circulen hacia Inarya si no libera al cautivo. Sería la ruina para su reino. A regañadientes, el caprichoso monarca permite que Antoine regrese a Gondar.

Allí, Antoine es admitido en el cuerpo de eruditos de la Corte, intercambia ideas con ellos. Estudia manuscritos, discute versiones religiosas... Constata que los textos sagrados se han copiado a mano en dialectos distintos, y que esas traslaciones introducen pequeños cambios que pasan a ser dogmas. Cada estudioso defiende sus propias verdades, las que ha aprendido de la versión en su dialecto, aunque contradigan las demás. Las discusiones son feroces, encarnizadas, sin que ninguna autoridad superior las arbitre.

Sus trabajos no serán superados hasta la irrupción de la tecnología contemporánea

D’Abbadie no descuida sus mediciones geográficas. Reúne 850 posiciones de lugares con la ayuda del teodolito. Elabora mapas, perfiles de montañas, cartografía... Sus trabajos no serán superados hasta la irrupción de la tecnología contemporánea. Son el fruto de años de caminatas por el país. Como la que lo lleva a la cumbre del monte Buahit (o Bwahit), un fabuloso observatorio en la cordillera de Simien. Surge un problema: los extranjeros tienen prohibida la ascensión a las montañas de Etiopía. Los gobernantes locales temen que potencias extranjeras utilicen esas observaciones —de hecho, Italia usará los mapas de d’Abbadie para invadir Etiopía décadas después, en 1895—.

D’Abbadie es vigilado. Sus sirvientes se niegan a acompañarlo. Solo uno permanece fiel, aunque un poco alicaído: entona cantos fúnebres mientras trepa. Cuando alcanzan la cumbre..., todo está nublado, no ven nada. Nada de nada. ¡Qué jugarreta! Hace un frío atroz, la nieve les llega hasta las rodillas en pleno mes de mayo, y los dos montañeros van descalzos. Con la ayuda de un hipsómetro, d’Abbadie calcula la altitud de la cima por la temperatura a la que el agua hierve: 4.600 metros. Hoy sabemos que son 4.453 metros, los satélites y los modernos sistemas de medición lo indican. Los dos montañeros tienen que emprender la retirada, es cuestión de vida o muerte.

A finales de ese mismo año, 1848, los hermanos d’Abbadie abandonan Etiopía. No llevan las manos vacías. Han cartografiado un territorio inmenso. Y han hecho realidad su sueño.

De vuelta a casa, la Société de Géographie concede a Antoine y Arnaud su Gran Medalla de Oro, y son nombrados Caballeros de la Legión de Honor por sus “servicios al comercio y a la Geografía”. Lamentablemente, ambos cometerán un error: empecinarse en que el río Omo es la fuente del Nilo Blanco, del Gran Nilo. Los británicos John Hanning Speke y Richard Francis Burton demostrarán que nace en el lago Victoria. Antoine no asimila el traspié. Despotrica. Niega la evidencia. Se aferra a una hipótesis equivocada. Sus críticas a los sistemas adoptados para señalar las fuentes y las longitudes de los ríos no embellecen su imagen fuera de Francia.

Antoine d’Abbadie sigue viajando, pero con una motivación ya solo astronómica: en 1851 presencia un eclipse total en Noruega; en 1860, otro en Briviesca (Burgos); en 1867 ve un eclipse parcial en Argelia. Y en 1882, con 72 años, viaja a Haití para ver el paso de Venus delante del Sol. Pero, de manera inevitable, se vuelve un erudito cada vez más sedentario.

Además, otros proyectos inflaman su ánimo y llenan su tiempo.

El primero es la defensa de la identidad vasca, que recupera a su regreso de Etiopía. D’Abbadie publica estudios sobre el euskera, y patrocina todo tipo de concursos y certámenes tendentes a preservar las tradiciones y la lengua vascas: danzas, versos, juegos rurales... Incluso es codivulgador de la expresión Zazpiak Bat (“Las siete, una”), que alude a la unión política de los siete territorios con cultura vasca en ambas vertientes de los Pirineos: Álava, Guipuzkoa, Bizkaia, Navarra, Baja Navarra, Labort y Sola. Muchos lo señalan como ‘Euskalduna Aita’ (“Padre de los vascos”).

Su segundo reto es la construcción de un refugio donde guarecerse del mundo. Ya cincuentón, d’Abbadie sueña con una fortaleza a su medida en el País Vasco, una mansión-baluarte que tenga una gran biblioteca y un observatorio donde investigar el funcionamiento del universo. Con ese fin, compra unos terrenos en la costa de Hendaya y encarga al arquitecto Eugène-Emmanuel Viollet-le-Duc la creación de un castillo neogótico.

D’Abbadie lo enriquecerá con pinceladas africanas, como cocodrilos, elefantes y serpientes de piedra, y con un torrente de recuerdos procedentes de todos sus viajes. Napoleón III, antiguo compinche de travesía oceánica, se compromete a poner la última piedra del edificio, pero nunca encontrará el momento. De hecho, esa última piedra sigue sin poner, el castillo permanece “inacabado”, aunque lleno de frases en irlandés, latín, árabe, dialectos etiópicos, alemán, vasco, inglés... Transmiten el pensamiento y las dudas de Antoine d’Abbadie, un tipo singular que fue, a la vez, explorador, cartógrafo y padre de los vascos.






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