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lunes, 25 de junio de 2012

Cronopiando | "El Día de la Impunidad"

Este Cronopiando nuestro amigo Koldo se lo dedica a uno de los personajes más repugnantes del franquismo borbónico:

“El día  de la impunidad no ha llegado”

Koldo Campos Sagaseta | Cronopiando

Tal vez no fuera su intención pero cuando  el ministro de Justicia español, Alberto Ruiz-Gallardón, al referirse a la  legalización de parte de la sociedad vasca, declaró convincente que “el día de  la impunidad no ha llegado” y que “los demócratas serán la sombra de los que no  defendían la democracia”, cerca estuvo de provocar, sin pretenderlo, una alarma  social de incalculables proporciones.

Y es que ya me parecía estar viendo a  todos los evasores que ocultan sus fortunas en paraísos fiscales, que han  blanqueado hasta la sombra de la que hablara el ministro y a quienes se había  asegurado la amnistía, organizar marchas a Madrid, levantar barricadas y  enfrentar los nuevos recortes a la impunidad que señalara el ministro. Como desacatarían el anuncio del máximo representante de la justicia española todos  los implicados en los cientos de asesinatos a cargo del Estado, con  independencia de qué siglas encubrieran el crimen y qué letra del abecedario su  nombre. Ellos, de los que sólo algunos pasaron por los tribunales de justicia  para que, de entre esos algunos, aún fueran menos los condenados a tránsito en  la cárcel, y que hoy son eminentes asesores, escriben libros, se van de  vacaciones, representan a empresas, ostentan cargos… no iban a tolerar más  atropellos y ya debían estar a punto de declararse en huelga de hambre o de  exiliarse a Laponia en busca de trabajo.

Pero el ministro, en lugar de  enmendarla, volvía por sus yerros y recalcaba sus irrenunciables intenciones:  “que nadie cometa el error de pensar que la Justicia va a dejar de funcionar o  que el Estado va a renunciar a investigar, detener y juzgar a todos aquellos que  se sitúan al margen de la ley”.

Y ya imaginaba a todos los ilustres  delincuentes al frente de administraciones bancarias y otros despachos, volcar  contenedores, quemar cajeros o caerles a pedadras a las lunas de los bancos.  Como se declararían en rebeldía, ocuparían edificios y enfrentarían a las  fuerzas del orden, todos los mangantes oficiales en gobernaciones, en  ayuntamientos, en parlamentos y tribunales, que habían creído a salvo sus bien  recompensadas biografías.

Suerte que el ministro, que tampoco olvida su  pasado, antes de incorporarse en alguna plaza a los perroflautas indignados,  recuperó su lucidez habitual y resolvió el embrollo: “que nadie desconfíe de la  democracia española”.

Y nadie desconfía, ni siquiera ellos. Su hedor es  inconfundible.






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