Un blog desde la diáspora y para la diáspora

domingo, 17 de junio de 2012

Alicia e Isabel

Una de ellas es vasca, la otra, asturiana.

Ambas sobrevivieron el terror franquista y fueron evacuadas desde Bilbao entre los miles de niños que fueron puestos a resguardo en otros países ante la saña asesina desplegada por los sublevados desde el principio del levantamiento militar en contra de la República Española.

Llegaron a la Unión Soviética solo para vivir el asedio nazi y la heroica gesta que llevaría a la victoria de Moscú sobre Berlín eso sí, a un altísimo coste humano.

Los azares del destino quisieron que ambas eventualmente hicieran su camino hasta Cuba, en donde tuvieron la oportunidad de ser protagonistas de los grandes logros de la revolución tras la derrota del criminal títere estadounidense Fulgencio Batista.

Juventud Rebelde trae a nosotros este reportaje en donde se nos ofrece esta semblanza de ambas:

 

Niñas de la guerra

A simple vista no tienen mucho que ver, pero algo las hermanó para siempre. Nacidas en España, juntas sobrevivieron  en Leningrado al cerco fascista. Inocentes víctimas del desamor entre sus semejantes, todavía lloran: una en silencio; la otra en un temblor, mientras destejen los hilos de una vida que las ancló en Cuba

Marianela Martín González

Vibra, da palmadas, suelta palabras como lágrimas. Para Alicia Casanova Gómez, con sus 87 años, la vida es un milagro. «Lo malo te hace ser bueno. Claro, te deja un sentimiento, este nerviosismo que yo tengo…».

Es puro sobresalto esta mujer que contrasta con el sosegado talante de su amiga Isabel Argentina Álvarez Morán, de 89 años. A simple vista no tienen mucho que ver, pero algo las hermanó para siempre: son niñas de la guerra, nacidas en España. Juntas sobrevivieron en Leningrado al cerco fascista.

«¿Cómo nos trataron los soviéticos?: mejor, imposible. Que Dios los tenga en la gloria», repetirá Alicia a lo largo de esta conversación en la cual las dos mujeres (quienes desde hace décadas viven en Cuba, donde tienen la suerte echada) darán detalles de cómo se defiende la vida cuando esta parece no valer nada.

«Me separaron de mis padres. Isabel, ¿trajiste las medallas? Yo soy vasca, y ella es asturiana. Estuvimos todos juntos en Leningrado», dijo Alicia en los primeros instantes del encuentro.

La historia que une los hilos de vida de ambas se remonta a la Guerra Civil Española, cuyo inicio tuvo lugar el 18 de julio de 1936. Una sublevación fascista amenazaba con arrasar todo vestigio de República. Nada era respetado por esa oleada: ni hospitales, ni refugios, ni hogares infantiles. Los bombardeos no hacían distingos. Ante tal situación, mientras caían las ciudades unas tras otras, los republicanos hicieron un llamado al mundo: Salvar a los niños.

En su libro Historia de una niña de la guerra, Isabel cuenta que «en la primavera de 1937 comienza la evacuación por Vizcaya, ya cercada por las tropas nacionales. La inminente caída de Bilbao aceleró la salida por mar hacia Francia. El 26 de abril comienza la mayor oleada del éxodo tras el bombardeo de Guernica por la Legión Cóndor, el más atroz y conocido por su crueldad en la Guerra Civil. Treinta barcos fueron puestos a disposición del Gobierno vasco para realizar 60 travesías con destino a Francia, Gran Bretaña y la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS), con la amenaza de que buques fascistas pudieran hundirlos».

Viaje y destino

«Salimos para la Unión Soviética —recordó Alicia—; hubo dos expediciones de los niños: los asturianos y los vascos. Los vascos salimos mucho antes y tuvimos poca suerte porque no había relaciones diplomáticas entre España y la Unión Soviética. Entonces, esperamos demasiado mientras salían grupos que tenían como destino otras naciones.

«En un barco llamado La Habana salimos de España para Francia, y en el puerto nos dejaron abandonadas, esperando la nave soviética que nunca llegó. Fue entonces cuando apareció un carguero chino, y en él llegamos al último puerto: Leningrado.

«Fuimos a Crimea. Era verano, y de allí los soviéticos, siempre tan organizados, nos repartían a distintas ciudades. Había niños en Odessa, en Leningrado, en Kiev, que es la capital de Ucrania. Justo a mí me tocó Kiev, hasta que en 1939 me trasladaron a Leningrado; ¿Y ustedes, cómo llegaron, Isabel?».

La amiga recordó que ella y otros pequeños salieron en un barco carguero. «Tampoco pudo llegar el soviético que estábamos esperando, sino uno francés que había hecho el viaje cargado de papas y que estaba muy sucio. Fui de las últimas en entrar, y ya no cabía en las bodegas, donde muchos lloraban. Nos dejaron donde el timonel; había un sofá. Éramos cinco menores, mi hermana entre nosotros».

En ese barco los que iban con Isabel debían llegar a su primer destino en solo 24 horas, pero se supo de una embarcación fascista que amenazaba con hundirlos. Por ello la travesía duró tres días, hasta que tocaron puerto en Francia, adonde fue un barco soviético a buscar a los pequeños pasajeros.

Alicia e Isabel recuerdan con nitidez y amor la bienvenida que les dieron los anfitriones, los número de las casas donde fueron acogidas, los rostros de sus compañeros de viaje, cada nombre, paisaje, árbol, caricia y abrigo.

«Éramos mil niños de todos los tipos, recogidos en las calles», dijo Alicia. Y recordó la Casa para Jóvenes en Leningrado, donde ambas se conocieron: «Para allá iban los mayorcitos».

—¿Cómo era la vida? ¿Los trataban bien?

—Los soviéticos eran magníficos, confesó Isabel. Y Alicia recordó que «el director de la Casa de Niños de Kiev, era héroe de la Unión Soviética, pues ponían a los mejores a trabajar con nosotros. Eran amables, cariñosos; vivían lejos de sus familias, junto a nosotros, para acompañarnos.

Isabel retornó a las noches, cuando aquellos adultos tapaban a los muchachos llegados de tan lejos, para que no pasaran frío al dormir. «Nunca nos pusieron a limpiar aquellas casas donde estábamos protegidos, o algo similar».

Leningrado

Las dos adolescentes aprovecharon la estancia en Leningrado para estudiar. Eligieron licenciatura en Enfermería, materia que cursaron durante un año. «Cuando estábamos allí muy alegres, el 22 de junio de 1941, comenzó el ataque de las tropas de Hitler contra la Unión Soviética —lamentó Alicia—; recuerdo que eso fue dos días antes de mi cumpleaños.

«Estábamos terminando las clases, y esperando un barco que nos llevaría de excursión, cuando nos dijeron que en horas los alemanes atacarían. La guerra volvió a cambiar nuestras vidas».

En un testimonio inolvidable Isabel ha escrito que a pesar de un período de guerra sumamente duro, «los soviéticos jamás olvidaron a los “niños” españoles; nos ayudaron lo mejor posible en medio de aquel caos, pese a todas las adversidades, y crearon condiciones para que tuviéramos mayor seguridad. Seguíamos estudiando, trabajando y ayudando en la defensa del país. Muchos de los varones fueron voluntarios al frente, allí ofrendaron sus vidas 121 compañeros, y 115 se contaron entre los desaparecidos».

Cuando estalló la guerra ya Alicia e Isabel incursionaban en el universo de la Medicina. «Entonces, viendo las circunstancias, pasamos un curso de un mes sobre primeros auxilios, para irnos al frente, pero cuando fuimos a entregar los papeles y partir nos dijeron que éramos muy jovencitas, que en Leningrado había mucho trabajo que hacer».

Isabel ha especificado en su libro que «la mayor parte de los niños fueron evacuados más allá de los Urales, al Asia Central y al Cáucaso. Medio centenar de jóvenes quedamos atrapados en el cerco de Leningrado, hasta que en marzo de 1942 nos evacuamos por “el camino de la vida” a través de los hielos del Ládoga, hacia el Cáucaso».

El cerco

En la retaguardia permanecieron las muchachas, en una ciudad que sería sitiada encarnizadamente durante 900 días. «Comenzamos nuestras actividades desmantelando fábricas y talleres; participábamos —recordó Isabel— en la defensa antiaérea, montando guardias en los desvanes de los edificios para evitar los masivos incendios provocados por las bombas.

«Había que mantener las buhardillas limpias, libres de objetos y con el piso cubierto con una capa gruesa de arena para evitar que la bomba girara y se incendiara. Cuando una bomba incendiaria comienza a girar la fricción provoca el fuego. Eso era lo que había que evitar».

Alicia e Isabel acopiaron madera para leña, cavaron trincheras, atendieron a heridos (algunos de los cuales tenían sus días contados), estudiaron y con frecuencia fueron a las aulas a pie, deteniéndose muchas veces a mitad del camino para bajar a un refugio o adentrarse en un portal por cuenta de los bombardeos.

El invierno que correspondió a esa temporada del cerco fue terriblemente frío. La temperatura descendió a 40 grados bajo cero. «La gente se caía en las calles y muchos morían congelados, las paredes de las habitaciones parecían neveras —evocó Isabel—. Nosotras seguíamos trabajando en la enfermería. Allí iban a parar los muchachos que ya no podían caminar, se les alteraba la psiquis hasta que morían trastornados por el hambre, el escorbuto y la inanición.

«Murieron varios de nuestros compañeros, todos varones, pero no sé por qué ni de dónde las muchachas sacábamos fuerzas para todas las tareas que realizábamos, además de animar a los decaídos y desmoralizados por la debilidad».

Cuando alguien conocido fallecía —casi siempre joven—, las muchachas sacrificaban la cuota diaria de pan (90 gramos) para poder darle sepultura, pues el enterrador, además del precio en monedas, pedía un pan entero: era muy trabajoso cavar en la tierra congelada.

Alicia volvió sobre la imagen de la Casa de Jóvenes que les acogió en Leningrado y que poco a poco se fue quedando sin muebles, sin un pedazo de madera, pues toda era tirada al fuego para mantener el calor: «Dormíamos en el comedor, que era la zona más baja de la casa, así nos sentíamos más seguros de los bombardeos. Los profesores siempre estuvieron con nosotros.

«Veré siempre —confesó— aquellas calles invernales “sin un alma”, y aquel camión con un burrito que trasladaba los pedacitos de pan para cada persona. Un buen día no apareció más. Supongo que al animal se lo comieron.

«Recuerdo historias más tristes: una de mis amigas amaneció muerta, congelada; tomé su bufanda y me la puse en el cuello. Los profesores nos decían que tapáramos los cadáveres con la nieve para evitar enfermedades».

Isabel contó en sus memorias: «En 1942, con la llegada de la primavera, se organizaron brigadas especiales para recoger los miles de cadáveres que afloraban al derretirse la nieve (…). El cuadro era tétrico y la vida parecía estar paralizada. Los propios alemanes que observaban aquella ciudad sin luz, sin agua, sin combustible, sin comida, se preguntaban cómo podía resistir, trabajar y palpitar en silencio».

A pesar de tanta destrucción, los jóvenes españoles recibían de quienes les habían acogido lo mejor que estos podían ofrecer. Era un privilegio (que muchos soviéticos no tenían) desayunar con un vasito de cocimiento de hojas de pino, almorzar un plato de sopa, y cenar otro vaso de cocimiento.

Alicia e Isabel aprendieron un mundo de cosas, entre ellas a desmantelar tanques de guerra y hacer barricadas. «Ganamos», nos dijo Alicia, quien recordó cómo los alemanes intentaron intimidarlas con mensajes como este: «Mujercitas, ya estáis perdidas, entréguense».

La epopeya de la resistencia costó cientos de miles de vidas. Por estar allí, el entonces Soviet Supremo de la URSS condecoró con la medalla Por la Defensa de Leningrado a las dos muchachas. Muchos años después, cuando la nación socialista llegaba a su fin, Alicia miraba con tristeza y nostalgia esa distinción que, nos dijo, guardará con orgullo hasta el final de su vida.

La salida y el camino de la paz

Isabel contó que el lago Ládoga, llamado el camino de la vida, era la vía para el paso del suministro a Leningrado, y también la única posibilidad de dejar aquella ciudad asfixiada. «Pero el lago comenzaba a descongelarse con la llegada de la primavera. Ya estábamos preparados: cosíamos medias y guantes para cruzar. Nos sacaron en autobuses, de noche, cuando el hielo tenía un grosor suficiente. Era inevitable pensar que si se quebraba, moriríamos. Por suerte llegamos al otro lado. Después nos montaron en un tren de carga y de ahí nos llevaron por toda Rusia».

Los viajes se alargaban más de lo esperado. Las distancias parecían infinitas. Dos días se convertían en tres meses huyendo de los alemanes que iban tomando aldeas y poblados. Cuando parecía que se podría descansar de un largo viaje, había que salir a toda velocidad para evitar caer en manos de los invasores. «Aquello era el caos», rememoró Alicia.

Para salvarse tuvieron que escalar incluso una montaña de tres mil metros que nacía del Cáucaso. Isabel describió la angustia desde su aparente quietud, mientras Alicia desgranó en un quejido largo, casi en un temblor, recuerdos de la guerra.

Al término de aquellas horas negras ambas tomaron caminos distintos: Alicia se dispuso a estudiar, e Isabel se casó con un georgiano con el cual tuvo una hija. Mientras la primera tenía días menos oscuros, la segunda necesitó irse lejos, con su pequeña, para tomar distancia de quien había sido su esposo; «ni él ni su familia me querían, pues yo no tenía nada material», lamentó. Tiempo después murió la niña a la edad de un año y nueve meses.

«Me quedé sin ella…». Isabel contó ese pasaje y el silencio cayó como capa demasiado pesada sobre todos. El hambre y el desamor habían hecho mucho daño. Ella cayó profundo, hasta que «un buen día me dicen: “queremos mandarte para Cuba de traductora”».

A la altura de sus 39 años llegó Isabel a la Isla. Trabajó en la Universidad de La Habana, en la Academia de Ciencias, acometió tareas diversas como traductora. Y aquí se casó con un español que había defendido su República desde la guerrilla, y que había llegado a nuestro país con su hija pequeña tiempo después de haber enviudado.

«Era maravilloso. Ahí sí me tocó la lotería, y con la niña también. Su hija Lina tenía seis años cuando perdió a la mamá. Y yo la cuidé como si fuera mía, hasta hoy. Al final, después de pasar tantas calamidades, recuperé la paz».

Mientras Isabel vivía su historia accidentada con la familia georgiana, Alicia se hacía médico: «No tenía madre ni padre, solo hambre y frío, pero me dije: quiero ser médica. Estudié como una leona, y terminé en 1953, todo en idioma ruso. Logré la especialidad en Neumotisiología. Y empecé a trabajar con los soviéticos».

—¿Cómo arribaron a Cuba?

—En 1961 arribaban a Cuba militares procedentes de la Unión Soviética. Entre ellos estaba mi esposo. Yo vine con él, que también era español y estuvo en Francia, en un campo de concentración, donde conoció al que fuera esposo de Isabel.

«Trabajé en el Ministerio de Salud Pública durante muchos años. Fuimos cuatro especialistas quienes fundamos el Grupo Nacional de Lucha Antituberculosa, a principios de los años 60. Uno de mis colegas y amigo fue el doctor Gustavo Aldereguía Limia, quien me daba consejos para que pudiera lograr un embarazo.

«Tuve varios en la URSS y en Cuba no pude lograr ninguno. Aldereguía me decía que no trabajara. Yo hacía reposo pero no por mucho tiempo porque había que ir por las distintas provincias de Cuba a luchar contra la tuberculosis».

«Alicia, con toda la experiencia ad-quirida en la Unión Soviética, revolucionó la lucha contra la tuberculosis en Cuba; organizó todo muy bien en el trabajo contra esa enfermedad», afirmó con orgullo Isabel.

—¿Fue el mismo doctor Aldereguía de Rubén Martínez Villena, y de Mella?

—El mismo. Él me ayudó mucho, me enseñó un mundo de conocimientos. Era muy riguroso. A mis 40 años logré a Natasha. Yo estaba muy mal alimentada y pasé mucho cuando el cerco de Leningrado. Todo eso hizo muy difícil lograr un embarazo.

—Conocieron el alma rusa. ¿Qué tal la cubana?

—No es porque estén vosotras —se adelantó Alicia—, pero el cubano es especial. Ustedes son amables, simpáticos. Para mí son intachables. La única falta es que, como dijo Fidel, tenéis que aprender a ser puntuales. ¿Sí o no?

—Tenemos otras faltas, no solo una…

—Cuando llegué en 1962 me dije: «De aquí no me voy…», respondió Isabel.

Lina, la hija de Isabel, nos aseguró que su madre ha podido vivir todos estos años gracias a estar en la Isla, donde ella siente que la gente quiere y se da a querer. Los padecimientos físicos y la tristeza acumulados en la guerra la volvieron muy frágil.

Alicia e Isabel se reencontraron en La Habana, en una reunión de trabajo. Ninguna de las dos recuerda detalles. Solo les importa que son hermanas, y que eso no cambiará, como nada les hará olvidar que dieron juntas la batalla por vivir, en medio del terror fascista; como nada les hará olvidar que comparten una condición que jamás debió existir sobre la faz de la Tierra y que, a pesar de tanta lágrima, se multiplica por millones: niñas de la guerra. Inocentes víctimas del desamor entre sus semejantes. Y todavía lloran: una en silencio; la otra en un temblor.

La tragedia de los 900 días

El 22 de junio de 1941, bajo el código Operación Barbarroja, la Alemania nazi invadió a la Unión Soviética. Este hecho es considerado la operación militar fascista más grande de la Segunda Guerra Mundial.

A pesar de las pérdidas catastróficas durante las primeras seis semanas de la guerra, la Unión Soviética no se rindió, como habían vaticinado los líderes nazis.

A mediados de agosto de 1941 la resistencia soviética se fortificó y sacó a los alemanes de su utópico cronograma de avance. Sin embargo, a fines de septiembre de 1941, las fuerzas alemanas, bajo las órdenes del mariscal nazi Wilhelm Ritter Von Leeb, cercaron la ciudad de Leningrado.

Para librarse de los ataques, los soviéticos construyeron obras defensivas alrededor de la ciudad, camuflaron edificaciones históricas con redes que impedían determinar su perfil, y llegaron a colocar explosivos por todo el subsuelo en aras de volar la urbe, si era tomada.

Ante la perspectiva de tener que mantener a una población enemiga de más de tres millones de habitantes, Hitler ordena el sitio para dejarlos morir por hambre y frío. La tragedia duró casi 900 días, desde 1941 hasta 1944. La población cercada fue sometida a la más increíble lucha por la supervivencia.

La ciudad estuvo a punto de perecer si no hubiera sido por el establecimiento de un corredor, a través del helado lago Ládoga, por donde llegaba una escasa ayuda y escaparon sobrevivientes, como las protagonistas de esta historia.

La cifra oficial de muertes debido al cerco fue de 700 000 civiles, la mayoría de frío y hambre. Fuentes independientes aseguran que murieron entre un millón y medio y dos millones.

Hoy en San Petersburgo, otrora Leningrado, pueden apreciarse lotes vacíos que señalan el violento pasado de un lugar que recibió el título de Ciudad Heroica, en 1945.

 

 

 

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