Una mirada a las mujeres de un pueblo en lucha cortesía de nuestro amigo Iñaki Egaña por conducto de este texto que ha compartido en Facebook:
Jone
Iñaki EgañaHace años comencé una colaboración mensual con una revista local en euskara. ¿De qué escribir, de quién? Ahora que tenemos el mundo patas arriba, no sería complicado elegir el tema, pensé. Quizás como una redención, escogí lo que me era más dificultoso. Reescribir más que escribir. Y como toda la vida la había dedicado a contar nuestro pasado, en particular el más cercano, comencé a relatar historias de mujeres que nos habían dejado, de mi ciudad Donostia, y que lo habían hecho sin apenas la mayoría percibirlo. Como parte de esa comunidad que concentramos historias y relatos, me sentía en deuda con todas aquellas a las que habíamos hurtado su partida del anonimato. Porque a estas alturas del curso vital, las constataciones retumban con fuerza. Las narrativas, como casi todo en la biblioteca de la vida, están descritas por hombres. Que conscientemente, la mayoría de las veces, inconscientemente las menos, han descrito un escenario virtual, alejado de la realidad. Elegí su emancipación, con humildad, ahuyentando la tentación de la pedantería y el paternalismo, muy habituales entre nuestra generación que está a punto de caducar. No sé si lo he logrado.
Estas semanas, coincidencia, he devorado uno de esos libros que necesitas pausarlo para asimilar su contenido, de los que te hacen estallar la cabeza. Tiene más de 700 páginas y su exhaustividad ha sido la causa de mi lectura sosegada. The Guardian, de su versión original en inglés, decía “El libro explora cómo la biología femenina moldeó la historia y la cultura humanas”. Efectivamente, Cat Bohannon, su autora, y en la versión en castellano que es la que he leído (“Eva: Descubre cómo el cuerpo femenino impulsó la evolución humana”), nos pone patas arriba lo que hasta ahora habíamos absorbido, al menos en mi caso. No es ficción y no me atrevo a catalogarlo como ensayo, sino más bien como ciencia. Jamás le darán un premio nobel, en estos tiempos de retroceso con los nostálgicos del supremacismo de género envalentonados.
Me sorprendió en las últimas páginas del libro de Bohannon la confidencia de la decisión de Jone Forcada Adarraga de concluir su ciclo biológico. Acorde con su forma de ser. Desde su vuelta del exilio en 1977, en compañía de su pareja Txillardegi y sus cuatro hijos, Jone fue una activa militante en numerosas causas, universales, nacionales y locales. Quienes comparecemos en Donostia desde antaño, damos fe de ello. Su biografía está repleta de referencias en ikastolas como andereño, en el nacimiento de la asociación Euskal Herrian Euzkaraz… pero también sabemos que, en esas iniciativas que apenas tienen un breve espacio noticiero, Jone también estaba ahí. Por esas intricadas asociaciones que hacemos, uní mi lectura con la ida de Jone.
Contaré una anécdota para que quienes no la conocieron sepan de su naturaleza. Hace unos quince años, preparaba un libro sobre el exilio vasco para Euskal Memoria y realicé unas cuantas entrevistas. Tenía a Txillardegi a mano, para que contase su periplo desde 1961, pero quise que fuera Jone quien me diera una visión diferente del mismo medio que había compartido. Le grabé unas cuantas sesiones y me impresionó su fortaleza, a la que apenas daba importancia, y ese trasiego por varios países y cerca de 20 viviendas que había compartido con su familia en esos 16 años de destierro obligado. Cuando supo que finalmente su entrevista y otras, así como investigaciones y relatos compondrían el trabajo (Iheslariak. Exilio vasco 1936-2015), me pidió que su entrevista no saliera a la luz, ni siquiera reducida. Su argumento: habían sido decenas de miles los expatriados y ella no quería sobresalir de entre ellos. Una más en un drama colectivo. Y la entrevista quedó guardada en el archivo de nuestra memoria, en los registros que algún día verán la luz en esa colección nacional de quienes nos han hecho ser como somos.
No sé si tengo permiso para contarlo, pero lo voy a hacer. Jone era consciente de que la lucha que también llevaba por la normalización de la eutanasia, como derecho a morir dignamente, exigía hacer pública su decisión a través suyo. Finalmente permitió a su familia que, una vez se fuera, diera a conocer su decisión de morir en aplicación del protocolo de eutanasia. Jone accedió también a despedirse, unos días antes, de Kristiane Etxaluz. Compartieron mesa. Habían sido compañeras de decenas de crónicas, inescrutables y otras conocidas. Jone, desde su exilio familiar. Kristiane en una pelea permanente desde su recodo de Domintxaine, con idas y venidas a Sao Tome, donde fue deportada su pareja, Alfonso, el autor de aquella descripción que plasmó en un libro con el título de “La guerra del 58”. Y días más tarde, en la mañana de su despedida, Jone acompañó su marcha con un “capricho” especial, muy donostiarra por cierto, chocolate con churros. ¡Cómo no vamos a sobrevivir, incluso un día quizás alcanzar la antesala de la utopía, con estos mimbres!
Somos un conjunto de sistemas, unidos en galaxias esparcidas en miles de millones de ese universo al que nos dicen pertenecemos. En este vértigo sideral, la grandeza de las nuestras se aferra a un pedazo de tierra invisible desde la lejanía, unos compromisos que circulan de generación en generación y en articular una comunidad que nos ha seducido. Yo, al menos, no puedo pedir más. Pero tenemos una narrativa repleta de hombres y no hemos hecho justicia, me incluyo, a quienes, como escribía Bohannon, moldearon nuestra historia y nuestra cultura. Ellas. Jone, también Kristiane que nos emocionó en el Anaitasuna, y aquellas que nos han abandonado también recientemente, silenciosas en sus espacios. Antonia Manotas, Arantza Arruti, Mila Idiakez, Grazi Etxebehere, Izaskun Ugarte… Otras militantes como Maddi, Bakartxo o Belén o madres de todo un pueblo, Maritxu Pagola, Blanca Antepara, Joxepa Arregi. Miles. ¡Subversivas, por qué no!. Y a todas ellas, con el permiso de su círculo familiar, en especial a Jone, el añadido de una dedicatoria que reproduzco de la canción de Miren Amuriza y Maddalen Arzallus, “Maite zaitut, ama”.
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