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lunes, 29 de julio de 2019

Unamuno el Ambivalente

Es curioso como a los españoles los vascos los volvemos locos.

No nos logran entender.

Su intelecto avasallado por el nacional catolicismo no logra conceptualizar que los vascos somos tan diversos que nuestro pueblo puede aportar a la humanidad las ideas de individuos como un Miguel de Unamuno tan eurocentrista y españolista lo mismo que las de un Sabino Arana y Goiri. Baste con mencionar que solo una generación después nuestra tierra parió lo mismo a Jose Antonio Agirre que a Manuel Aznar Acedo. Hoy, tenemos en la escena política a un verdadero prohombre como lo es Arnaldo Otegi, nacido en Elgoibar que al impresentable de Javier Maroto, originario de Gasteiz.

Así que le decimos a Julio Merino algo sencillo: si todos los vascos amaramos a nuestra tierra como lo han hecho Arana, Agirre y Otegi, ya hubieramos recuperado nuestra soberanía... desafortunadamente hemos tenido, como todo pueblo, nuestra cuota de Efialtes y Gunga Dines... como Unamuno, Aznar y Maroto.

No celebren a los últimos y ninguneen a los primeros, no se hacen ningún favor, recuerden, Roma no paga a traidores.

Aquí el texto aparecido en Diario Córdoba:


No se puede discutir el origen vasco de Miguel de Unamuno tanto por su lugar de nacimiento, Bilbao, como por su árbol genealógico, aunque su vida transcurrió casi entera en Salamanca, desde donde irradió su impronta de intelectualidad.

Julio Merino

Miguel de Unamuno nació vasco (Bilbao), y vascos fueron sus padres, y vascos fueron sus cuatro abuelos y sus ocho bisabuelos y si se sube por su árbol genealógico se llega a las raíces de Vasconia. Por tanto, sería absurdo acusarle de no ser vasco, como hicieron los incipientes nacionalistas seguidores de Sabino Arana, y todo porque Unamuno ya en su juventud había dicho que el vascuence era una lengua muerta, y que la palabra Euskadi sólo era un invento del tonti-loco de Arana, su competidor en las oposiciones a Cátedra de Psicología Lógica y Ética vacante en el instituto de Bilbao. Pero, la realidad es que su vida casi entera transcurrió en Salamanca, porque allí se estableció como profesor de Griego y allí se casó en 1891 y allí nacieron sus 9 hijos. En 1900 fue nombrado, con solo 36 años, rector de la Universidad, cargo del que sería destituido en 1914 por razones políticas, las mismas por las que sería condenado a 16 años de prisión por injurias al Rey en 1920, aunque la sentencia no llegara a cumplirse. En 1923, ante sus constantes ataques al Rey y al Dictador Primo de Rivera es desterrado a Fuerteventura, de donde se escapa un año después para desterrarse a Francia, primero a París y luego a Hendaya… y allí se queda hasta 1930 cuando cae Primo de Rivera. Sus críticas desde el exilio fueron atroces y nadie le pudo negar que había sido una de las principales lanzas que acabaron con la Monarquía y con Alfonso XIII.

Tras su regreso, aclamado por el pueblo (el recibimiento en Salamanca fue apoteósico) se presentó a las elecciones municipales del 12 de abril de 1931 como candidato con la conjunción republicano-socialista y como concejal izó la bandera republicana desde el balcón del Ayuntamiento y con estas palabras: «Amigos, hoy nace una nueva era y termina una Dinastía que nos ha empobrecido, envilecido y entontecido». Naturalmente, la República le repuso en el cargo de rector y hasta llegó a nombrarle Ciudadano de honor en 1935. También se presenta a las elecciones a Cortes Constituyentes del 28 de junio, como independiente en la Conjunción republicano-socialista. Y sale elegido con los máximos votos. Y como diputado permaneció entre el 12 de julio de 1931 y el 9 de octubre de 1933.

Pero ahí surgieron sus primeras dudas y sus primeras críticas al nuevo Régimen al ver la marcha que iniciaba la República y discrepar del radicalismo que se estaba imponiendo movido por las Izquierdas y principalmente por el PSOE. Tanto que famosísima fue su intervención cuando se discutió el artículo cuarto de la nueva Constitución que hacía referencia al idioma oficial que debía figurar. Fue entonces también cuando defendió a ultranza la unidad de España: «Señores diputados, cuidado con España, porque si la República desaparece podemos hacer otra, pero si España desaparece no habrá otra».

Y vino la desilusión, el «no es esto, no es esto» de Ortega, y ya no quiso presentarse de nuevo en las elecciones de 1933. Aquella República dejó de ser su República.

De ahí que no sorprendiera que el 18 de julio de 1936 se pusiera de parte de los sublevados y que aceptase ser concejal con el Gobierno Municipal que constituyó el comandante franquista Francisco del Valle Marín, y con el que izó la bandera bicolor, rojo y gualda, de la nueva España. A los pocos días le diría al periodista y escritor Kazantzakis estas palabras: «En este momento crítico del dolor de España, sé que tengo que seguir a los soldados. Son los únicos que nos devolverán el orden. Saben lo que significa la disciplina y saben cómo imponerla. No, no me he convertido en un derechista. No haga usted caso de lo que dice la gente. No he traicionado la causa de la libertad. Pero es que, por ahora, es totalmente esencial que el orden sea restaurado. Pero cualquier día me levantaré —pronto— y me lanzaré a la lucha por la libertad, yo solo. No, no soy fascista ni bolchevique; soy un solitario».

Y al periodista francés Jérôme Tharaud: «Tan pronto como se produjo el movimiento salvador que acaudilla el general Franco, me he unido a él diciendo que lo que hay que salvar en España es la civilización occidental cristiana y con ella la independencia nacional, ya que se está aquí, en territorio nacional, ventilando una guerra internacional. En tanto me iban horrorizando los caracteres que tomaba esta tremenda guerra civil sin cuartel debida a una verdadera enfermedad mental colectiva, a una epidemia de locura con cierto substrato patológico-corporal. Las inauditas salvajadas de las hordas marxistas, rojas, exceden toda descripción y he de ahorrarme retórica barata. Y dan el tono no los socialistas, ni los comunistas, ni sindicalistas, ni anarquistas, sino bandas de malhechores degenerados, excriminales natos sin ideología alguna que van a satisfacer feroces pasiones atávicas sin ideología alguna. Y la natural reacción a esto toma también muchas veces, desgraciadamente, caracteres frenopáticos. Es el régimen del terror. España está espantada de sí misma. Y si no se contiene a tiempo llegará al borde del suicidio moral. Si el miserable gobierno de Madrid no ha podido, ni ha querido resistir la presión del salvajismo apelado marxista, debemos tener la esperanza de que el gobierno de Burgos tendrá el valor de oponerse a aquellos que quieren establecer otro régimen de terror».

Naturalmente, cuando estas palabras llegaron al Madrid rojo el Gobierno y Azaña, ya presidente de la República, reaccionaron cesándole como rector de la Universidad y retirándole el título de Ciudadano de honor que le habían concedido tan sólo un año antes. Claro que Franco también reaccionó rápido y le volvió a nombrar Rector.

¡Ay!, pero aquel hombre «que no se casaba ni con Dios» muy pronto se enfrentó también con Franco y los suyos, al ver lo que estaba sucediendo también en la retaguardia nacional. Sucedió el 12 de octubre con motivo del Día de la Raza o de la Hispanidad, cuando le gritó al general Millán Astray al finalizar un explosivo discurso: «Venceréis, pero no convenceréis». Venceréis porque tenéis sobrada fuerza bruta, pero no convenceréis porque convencer significa persuadir. Y para persuadir necesitáis algo que os falta en esta lucha, razón y derecho. Me parece inútil pediros que penséis en España».

Fue la ruptura con el nuevo Régimen que Franco trataba de imponer, porque tan sólo unos días después Franco lo cesó de nuevo como rector y además se le condenó a pasar bajo arresto domiciliario en su casa «hasta nueva orden». Y en su casa vivió desde octubre a diciembre de 1936, «desolado, desesperado y en soledad».

Aunque todavía tuvo fuerzas para decirle a un amigo poco antes de morir la Nochevieja y cuando ya la familia esperaba que sonaran las campanadas que darían paso al nuevo año: «La barbarie es unánime. Es el régimen de terror por las dos partes. España está asustada de sí misma, horrorizada. Ha brotado la lepra católica y anticatólica. Aúllan y piden sangre los Hunos y los Hotros. Y aquí está, mi pobre España se está desangrando, arruinando, envenenando y entonteciendo...»

No, Don Miguel, fiel a sí mismo, como siempre, no estuvo con la República, pero tampoco con el franquismo.






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