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martes, 27 de abril de 2021

Gil de San Vicente | 'Eusko Gudariak' de Lorenzo Espinosa (III de III)

Cumplimos con la tercera entrega del texto con el que Iñaki Gil de San Vicente lleva a cabo una profunda reseña del libro de Josemari Lorenzo titulado 'Eusko Gudariak'.

Disfruten la lectura:


6.- De 1944 a 1965

Pero este fin de una fase político-militar no significó el fin de las resistencias, aunque los grupos armados supervivientes estaban muy debilitados en la década de 1950. La «vergüenza nacional» se estaba recomponiendo en el interior de la vida popular, e incluso empezaba a aparecer en público mediante actos culturales, luego con propaganda obrera y política y al poco, incluso con bombas caseras contra símbolos franquistas. Sin embargo, y a diferencia del Octubre del ’34 y de la guerra de 1936-44, en el período 1953-1966, año en el que se inició la larga V Asamblea de ETA, la izquierda independentista que se estaba formando tenía menos recursos teóricos para elaborar una estrategia político-militar adecuada tanto a las formas de opresión nacional que sufría como al contexto internacional. La censura y la represión frenaban el acceso a las ideas revolucionarias que empezaban a surgir en Europa en esa década, pero a pesar del miedo a la tortura, esos libros llegaban.

Para el tema que nos interesa, la estrategia político-militar inherente a la praxis revolucionaria orientada a la superación histórica de la ley del valor en la historia vasca, es importante ver el contexto que influenciaba en los debates internos antes de que, en la IV Asamblea de 1965, ETA se declarara socialista si bien con un alto grado de abstracción teniendo en cuenta la diversidad de corrientes internas. Años antes, Stalin, muerto en 1953, comentó a Tito que: «En nuestros días el socialismo es posible incluso bajo la monarquía inglesa. La revolución no es ya necesaria en todas partes […] Sí, el socialismo es posible bajo un rey inglés». La idea de Stalin fue oficializada en 1956 en el XX Congreso del PCUS cuando se teorizó la «coexistencia pacífica», e inmediatamente después, el PC de España la concretó con la estrategia de «reconciliación nacional».

Fue en ese 1956 de la «reconciliación» y la «paz» que la gran huelga del 9 abril en Iruña inició una nueva fase de lucha de clases en Hego Euskal Herria marcada por la aparición de las comisiones de fábricas, de sus trabajadores, que se alejan del sindicalismo oficial y amarillo y recuperan la tradición histórica de la independencia obrera autoorganizada en el lugar de trabajo y con otras empresas, y al poco en estrecha relación con la vida en los barrios y pueblos, con sus colectivos vecinales. Ulula el fantasma de los consejos, de los soviets, de las asambleas obreras y populares… hornos en los que se funde el acero de las insurrecciones. La burguesía siente pánico y pide ayuda a la dictadura. La tensión es tal que sectores burgueses llegan a discutir con el gobernador «civil» de Bizkaia sobre las medidas a tomar. Mientras que el PC de España implora por la «reconciliación nacional» el proletariado, que está en proceso de vertebrar al nuevo pueblo trabajador que surgirá de la salvaje represión de las huelgas de abril de 1956, empieza a autoorganizarse.

En esas condiciones, para los resistentes que sin ser independentistas sí defendían el derecho de autodeterminación tal cual lo entendía Lenin, este giro al pacifismo y al nacionalismo español abrió profundas grietas subjetivas por las que, en un lustro, empezarían a penetrar reflexiones sobre qué querían aquellos «jóvenes abertzales» que se preguntaban sobre todo, que reconocían su ignorancia incluso de la historia vasca porque no se creían ya las versiones del PNV y menos aún las del imperialismo franco-español. Estos sectores empezaban a preguntase sobre el creciente abismo que separaba a la vieja izquierda estatalista del nuevo proletariado vasco: en su memoria militar algunos guardaban como oro en paño el heroísmo de los gudaris comunistas en la guerra de 1936-44, que dieron a sus batallones nombres como el de Gernika, y profundamente internacionalistas como el de Rosa Luxemburg, elegido a pesar de que esta revolucionaria había sido depurada post morten por la burocracia stalinista en la década de 1920, y no dudaban en calificar de imperialista al Ejército español. Pero el PCE les exigía que se reconciliasen con la patronal y con las fuerzas represivas que masacraban al pueblo en aquella impresionante huelga de abril de 1956.

Para otros resistentes, los que provenían de o se habían formado en la tradición nacionalista radical de ANV, Jagi-Jagi, etc., semejante deriva les daba la razón sobre las limitaciones de cualquier teoría sociopolítica que no tuviese en cuenta la realidad de la nación vasca. Había transcurrido un cuarto de siglo desde que, en 1933, los comunistas de la Federación Vasco-Navarra denunciaron el proyecto de autonomía burguesa de 1931 concedida por el imperialismo español, exigieron la Amnistía, hablaban en euskara en sus mítines, elaboraron una estrategia de recuperación de los bienes comunes y de expropiación de la burguesía, etc. Estos y otros avances se habían olvidado en buena medida, o habían sido borrados incluso por el PC de España en las durísimas condiciones de la guerra y la dictadura. Sin embargo, este nacionalismo radical tenía razón en ese momento pese a sus limitaciones de clase: cualquier estrategia liberadora debía basarse en primer lugar en las raíces sociohistóricas de Euskal Herria, no podía cometer el error de creer incondicionalmente en el ‘internacionalismo’ del grueso de la izquierda española, que no había aprendido nada de la advertencia de Lenin sobre los nefastos efectos del resurgir del nacionalismo gran-ruso en los bolcheviques.

Las dudas de estos y otros grupos clandestinos se iban convirtiendo en certezas según veían cómo en 1959 las nuevas leyes de Orden Público podían abrir consejo de guerra a quienes preparasen una huelga, o participaran en ella. Si la exigencia de mejores condiciones sociales podía ser delito de rebelión militar, la pregunta era obvia: ¿qué forma de resistir a la violencia militar injusta que con la violencia militar justa? Los debates sobre las formas de interacción entre tácticas pacíficas, no-violentas y violentas fueron frecuentes en ETA, como lo habían sido en las izquierdas desde el socialismo utópico, por no retroceder más en el pasado, investigación muy necesaria pero imposible aquí y ahora. Además de en la propia experiencia vasca, tan plena de lecciones, ¿dónde más buscarlas y encontrarlas? En aquella URSS y en el PCE desde luego que no.

La respuesta se va haciendo cada vez más urgente en la medida en que crecen las movilizaciones y algunas pasan a ser huelgas importantes, como las de 1963, pero también aparecen nuevas luchas autoorganizadas como la primera ikastola en 1964, parte de una tendencia ofensiva muy clara hacia la recuperación de la lengua y cultura. Y conforme se van llenando las cárceles, los colectivos de ayuda van mejorando su funcionamiento que databa, al menos, de 1936. Como todo pueblo explotado, también el vasco disponía de una memoria y saber clandestino. La IV Asamblea de 1965 se enfrenta a este panorama con tres grandes opciones: la que defendiendo un socialismo democrático más radical que el de la II Internacional, insistía en la importancia de la lucha cultural, sin menospreciar otras. La que defendía las nuevas teorías de izquierda europeas; y la que optaba por aprender de las guerras de liberación nacional antiimperialista.

La victoria comunista en China era reciente, de 1949, y poco a poco y de manera definitiva desde 1962, empezaban a llegar textos maoístas en los que se criticaba de desviacionismo derechista y pacifista a la URSS. Las victorias de Cuba y Argelia se estaban viviendo en ese período: 1959 y 1962, respectivamente. Vietnam resistía. Aunque Irlanda del Norte parecía dopada, una mirada atenta descubría que también allí empezaba a despertarse la «vergüenza nacional» del león dormido… Frente a esto, ¿qué ofrecía la izquierda europea? Desde finales de los ’50 el situacionismo adelantó críticas decisivas al capital, esforzándose por integrar a grupitos consejistas, luxemburguistas, autonomistas, etc., del mismo modo que lo intentaban otras corrientes, como Socialismo o Barbarie. El maoísmo avanzaba entre sectores radicalizados que se reforzarían con la «revolución cultural» iniciada en 1966. La corriente más fuerte del trotskismo se reorganizó en 1963. El stalinismo más plomizo de los PCs oficiales, se debilitaba rápidamente. Etcétera. Como efecto de estos debates, desde finales de los ’60 surgieron las condiciones para la formación de diferentes organizaciones armadas.

Hemos omitido nombres de autores para no caer en el destructor individualismo metodológico que pudre los egos narcisistas de la casta intelectual, y del academicismo. El período que hemos resumido tan esencialmente, fue un estallido multicolor, bello y espectacular de creatividad teórica que debemos actualizar, pero que, en el tema que nos concierne, sufría de cinco grandes quiebras además de otras menores:

Una, no pudo arraigar en el movimiento obrero organizado, lo que le impidió derrotar el reformismo de los PCs oficiales y de la II Internacional en la oleada prerrevolucionaria iniciada en 1968, como se vio en Italia en donde el PCI y su poderoso aparato sindical y mediático, editó a Gramsci en 1951, lo había desfigurado totalmente para 1956 y para inicios de los ‘70 lo hizo padre del eurocomunismo siendo pieza clase en el aplastamiento de la oleada obrera y la lucha armada. Dos, siguió atado al eurocentrismo cuando precisamente las luchas antiimperialistas se expandían por el mundo, lo que le frenó la comprensión del proceso de aburguesamiento del proletariado europeo gracias en parte al saqueo euroimperialista. Tres, era profundamente estatalista, lo que le impidió comprender la fuerza emancipadora de las naciones oprimidas dentro de Europa, como era el caso de la opresiones nacionales dentro del Estado francés –vascos, corsos, bretones, occitanos…– justificadas de forma oblicua por el PCF, defensor siempre de la «nación republicana» gala. Cuatro, ese estatalismo le impidió ver la contradicción interna a la nación burguesa incapacitándole para combatir el racismo y la recomposición de los neofascismos, desde un modelo de nación trabajadora antagónico al burgués europeo.
Y, sobre todo, en quinto lugar, una concepción formalista y exterior a la lucha de clases real, de la estrategia político-militar con escasa inserción proletaria, limitación que pagaron las heroicas organizaciones armadas que surgieron pero que, por lo dicho, tenían poca implantación en el pueblo obrero en lucha. Es verdad que hubo intentos serios de dotarse de una estrategia de liberación nacional con respecto al poder imperialista y de la OTAN, como en Italia, en Alemania Occidental, etc., pero, sin grandes precisiones ahora, cometieron un error parecido a los Tupamaros cuando dieron por supuesto que el pueblo uruguayo rechazaba decididamente la presencia yanqui en el país. Pero esa presencia, innegable, estaba muy ocultada, apenas era perceptible a simple vista, porque uno de los objetivos prioritarios de la contrainsurgencia era precisamente invisibilizar el dominio yanqui, manteniendo la sensación falsa de la independencia uruguaya.

La OTAN y las mafias, la II Internacional, la derecha democristiana, los reformismos varios, los cristianismos, etc., hicieron lo imposible por legitimar la subordinación europea a los EEUU, minando así uno de los pilares decisivos de crecimiento de las guerrillas. Otro método fue minimizar la resistencia armada comunista contra el nazismo y el enorme colaboracionismo burgués en la II GM, cuando fueron los comunistas los que llevaron el mayor peso de la lucha en la Europa ocupada, y el Ejército Rojo en la totalidad de la guerra. Para los ’60 la industria de la manipulación había trivializado tanto la guerrilla que la mayoría de la clase trabajadora había olvidado que en 1945-47 se vivía en Europa occidental un clima prerrevolucionario, según la la Inteligencia Militar aliada. El mayor daño fue olvidar que entre 1941-44 se libraron guerras de liberación nacional y social dirigidas fundamentalmente por las izquierdas, que pusieron en jaque a la burguesía europea profundamente desgastada por su colaboracionismo activo o pasivo. Ahora no podemos extendernos aquí en las razones complejas de la victoria imperialista desde 1947-48, solo decir que la pérdida de la memoria militar y la propaganda masiva pro-yanqui dificultó mucho que los grupos armados de finales de los ‘60 pudieran demostrar la continuidad histórica de su lucha con la de 1941-44, algo decisivo.

7.- De 1965 a…

Por tanto, y volviendo al contexto teórico-político que envolvía los debates en ETA desde la IV Asamblea de 1965 hasta la VI Asamblea de 1973, en la que se declara oficialmente comunista, la izquierda europea podía aportar algunas ideas muy importantes, pero siempre dentro de una totalidad en la que la mayor aportación vino del peyorativamente llamado «tercermundismo». Las interrogantes que crecientes sectores obreros y populares se hacían desde finales de los ’50 eran sobre cómo responder a la militarización extrema impuesta por el franquismo: ¿mediante la estrategia de «reconciliación nacional» y la «coexistencia pacífica»? ¿O mediante la interacción de las formas de lucha, incluida tácticamente la violencia defensiva? Dejando de lado en la medida de lo posible sus diferencias, enormes muchas veces, y los límites que hemos visto, las izquierdas europeas de ese período aportaron ideas centrales:
El derecho general incuestionable a la rebelión y a la resistencia violenta, siempre en una estrategia que lo englobase, orientase y utilizase según la teoría de la violencia, aunque las corrientes matizasen mucho las condiciones de práctica de ese derecho. Que estas formas y la lucha de clases en su totalidad debían basarse en el estudio riguroso de la sociedad capitalista del momento, de sus contradicciones y de las necesidades del proletariado. Que los sistemas de alienación e integración del movimiento obrero y de la intelectualidad se habían desarrollado cualitativamente desde la década de los ’30. Que la cultura y la subjetividad revolucionarias adquirían tanta o más importancia que en las fases anteriores. Que estos y otros cambios en las relaciones de producción y reproducción exigían formas de lucha adecuadas. Que ese estudio del momento concreto nunca tenía que perder de vista la naturaleza esencial del modo de producción capitalista. Que el sistema burocrático de la URSS no servía como modelo. Que los partidos y sindicatos que lo aplicaban en Europa, tampoco. Que…

Curiosamente, algunas de las lecciones que llegaron del «tercermundismo» eran mejoras de las europeas por la simple razón de que, en aquellas condiciones bastante más duras, desarrollaron de manera creativa sus enormes potencialidades, sobre todo en lo concerniente a la dialéctica entre autoorganización popular y organizaciones de vanguardia, una visión más crítica del imperialismo, más participación de la mujer trabajadora en las tareas más peligrosas, más capacidad para integrar las culturas populares y las creencias religiosas justicialistas en la lucha revolucionaria, una más profunda valoración de la ayuda mutua y de lo comunal, una valoración de la importancia de la memoria popular y de su vertiente militar, … Y una ética de la militancia y de la vida que en Europa sólo existía en los grupos armados y en la izquierda más coherente.
La larga V Asamblea fue la que fusionó estas diversas aportaciones, pero supeditadas a la historia y presente del marco autónomo de lucha vasco. Por ejemplo, la prolongada huelga de la fábrica de Bandas de 1966-67 tenía todos los componentes clásicos de la autoorganización obrera y popular de otras huelgas históricas desde el siglo XIX: solidaridad, ayuda mutua, relación e interacción vecinal y comarcal, etc., imposibles de lograr si no se hubiese desarrollado la independencia política del movimiento obrero desde mediados de los ’50, como hemos visto antes. Estas y otras lecciones internacionales siguieron materializándose en Hego Euskal Herria hasta plasmarse en la insurrección contra el Consejo de Guerra de Burgos de diciembre de 1970; en la insurrección de Gazteiz el 3 de marzo de 1976 contra todas las formas de violencia inherentes a la opresión nacional de clase; en la insurrección de la Semana Pro-Amnistía de mayo de 1977… Una enriquecedora fusión de luxemburguismo, leninismo, «tercermundismo» y otros ingredientes, cocinada al pil-pil de las contradicciones sociohistóricas en una magnífica confirmación de la dialéctica entre ley del valor y teoría de la violencia, en la que la «vergüenza nacional» es una fuerza práctica.
Alguien puede sorprenderse de que hablemos con tanta facilidad de insurrecciones en Euskal Herria, pero con eso solo demuestra una supina ignorancia de la historia; o una ideología reaccionaria que niega la historia, o la más probable: un reaccionarismo ignorante. Contra esta ignorancia reaccionaria hay que saber que la lógica de la rebelión está alimentada también por la cultura popular que administra democráticamente los valores de uso, que cuida y potencia esos valores de uso que no de cambio, como bienes comunes. Desde poco antes de la IV Asamblea y definitivamente desde la V y al margen de sus escisiones, ETA como proceso tenía muy claro la importancia de la subjetividad, de la memoria histórica no burguesa, de la lucha lingüístico-cultural de innegable contenido político.

Hemos visto cómo la recuperación de la lengua y cultura vasca fue impulsada sobre todo en los momentos de guerra defensiva, en las «carlistadas», bajo la dictadura de 1923-31, en la guerra de 1936-44, bajo la dictadura franquista, durante la cual la militancia proeuskaldun de los refugiados en Iparralde dio un poderoso impulso a la autoestima euskaldun despreciada por el chauvinismo francés, con el ejemplo propagador de la ikastola de Hendaia, entre otras. En Hegoalde, en 1968 la lucha político-cultural dio un salto con el asentamiento de Euskaltzaindia y con la unificación del euskara, pero lo más importante era la multiplicación imparable de las ikastolas, gaueskolas, grupos de euskaldunización y recuperación cultural, etc., gracias a los movimientos populares. Se sentaban así las fuerzas para lo que más adelante sería una densa red de medios de comunicación libre y crítica cuya parte más visible eran Euskaldun Egunkaria y Egin, pero sostenidos por una base sociocultural popular ampliamente extendida, en pugna frontal con la industria de alienación de masas.

Toda simplificación, toda definición taxativa tiene serios peligros de dogmatismo. Se ha hecho común separar en tres corrientes totalmente enfrentadas entre sí el choque dentro de ETA entre 1965-67: culturalistas, europeístas y tercermundistas. Tal esquematismo ha sido muy negativo porque, como hemos visto, en la realidad actuaba una totalidad en la que cada una de las tendencias asumía en la práctica determinados componentes de las otras dos, resultando en los hechos un proceso de lucha contra prácticamente todas las formas de explotación, opresión y dominación. Aquí radica uno de los secretos de que el sindicalismo sociopolítico se implantara con velocidad en la clase obrera y el pueblo trabajador, logrando, además de ser mayoritario e ir al alza, sobre todo que el marco autónomo de lucha de clases vasco fuera y sea el más combativo y radicalizado de Europa, y a la vez el que más represiones directas e indirectas, incluida la narco-represión, ha sufrido y sufre. El avance del sindicalismo sociopolítico vasco en toda Euskal Herria intenta ser frenado en balde por los sindicatos nacionalistas franco-españoles.

La ley del desarrollo desigual y combinado ayuda a comprender por qué en menos de un siglo cargado de violencias y represiones, de 1890 a 1965-85, surgieran en un país pequeño ocupado por grandes Estados y sin apenas industria moderna, contradicciones tan inconciliables que impulsaran semejante nivel de lucha nacional de clase. En ese 1985, sin embargo, ya era irreversible la descomposición de una parte pequeña de ETA en su deriva hacia la democracia-cristiana y la socialdemocracia, pasando por el eurocomunismo, siguiendo los pasos de miembros de otras escisiones anteriores, algunos de los cuales terminaron incluso en la derecha española. La teoría de la violencia y del Estado estaba de nuevo a debate. La pequeña corriente que se desintegró en el sistema español había utilizado al Gramsci falseado por el eurocomunismo para justificar su putrefacción, surgiendo escusas ideológicas cercanas incluso a N. Bobbio, al austromarxismo, etc., en un clima de desplome teórico bajo la fascinación de la espuma postmodernista que poco a poco contaminaba la casta intelectual y académica vasca.

Gramsci, sobre todo el de los consejos, siempre defendió y explicó la necesidad última de la violencia revolucionaria, que debía culminar el proceso de conquista de la hegemonía por la clase trabajadora como diseñadora de la nación-popular, contraria a la nación burguesa. Es lógico que hubiera diferencias entre la hegemonía gramsciana tal cual pudo exponerla en la cárcel, con la leninista, y con la visión luxemburguista, sin entrar ahora a las concordancias-disonancias entre él y Trotsky, y menos aún con el consejismo de Pannekoek, Gorter y otros. No podemos desarrollar aquí siquiera lo esencial del excelente rigor teórico y belleza metodológica mantenida en estos debates que impactaron en el devenir de ETA como proceso. Pensemos además que la izquierda vasca se formó, como hemos visto arriba, estudiando también las interpretaciones que de estos y otros autores se hacían en los ’50 y ’60.

Sí debemos decir que aquellas discusiones sirvieron para descubrir la trampa escondida en la creación en 1982 de una falsa «policía vasca» –Ertzaintza– que en realidad es una fuerza represiva española fiel al capital en su forma vascongada. La ley del valor no funcionaría con la suficiente efectividad sin la mejora represiva introducida por los cipayos vascongados. La lucha de clases del pueblo trabajador reduce la tasa de ganancia del capital en su conjunto, tanto en la forma española como vascongada. Hay que reprimir las resistencias obreras sobre todo si refuerzan en independentismo socialista. Por eso el Estado se aseguró de que la Ertzaintza no se sublevase pasándose al lado de su pueblo como lo hicieron los cipayos de la India en 1857, que colaborasen fervientemente como la policía de Vichy, de Quisling, de Vlásov o los mossos d’esquadra catalanes machacando a su pueblo, por citar unos pocos casos. Durante un tercio de siglo, el choque entre esta fuerza represiva y el pueblo trabajador han generado un muy enriquecedor debate sobre la esencia reaccionaria de la democracia vigente, sobre la teoría del Estado, etc., pero en los últimos tiempos se esfuman estas y otras vitales discusiones.

Queremos decir con esto que las victorias político-electorales de 1986-87 logradas por la parte muy mayoritaria de la izquierda abertzale que rechazaba la integración en el sistema, así como el resto de logros conseguidos en ese período –la derrota de la nuclearización, o de la narco-represión, por citar solo dos–, no pueden separarse, por un lado, del trasfondo de lucha teórico-política de contenido estratégico que se libraba a varias bandas dentro de la totalidad del bloque de izquierda independentista enfrentado, entonces, al capital. Y, por otro lado, tampoco pueden separarse estos logros de las tácticas interrelacionadas sujetas a la teoría de la violencia defensiva, cuya aplicación y prioridad variaban según las coyunturas. Aunque una porción de las militancias de las organizaciones abertzales no tuviera la formación suficiente para seguir minuciosamente esas discusiones, el clima intelectual dominante en ese amplio sector se movía en dicho universo. La implosión de la URSS afectó a una parte reducida, pero con alguna responsabilidad política lo que unido a otros factores que hemos desarrollado en otros textos, termino siendo un desencadenante del progresivo abandono de la teoría marxista.

La creencia en la transición pacífica a un mundo justo viene de muy antiguo tomando su expresión reaccionaria en Platón y san Agustín, y en su forma protocapitalista en las utopías desde el siglo XVI. Socialistas utópicos creyeron que se podía convencer a los bancos y grandes capitalistas para que impulsaran ese mundo justo. El matiz añadido por Bernstein y la socialdemocracia, por Jaurés, etc., consistía en que ese convencimiento del capital podía ser más rápido y sincero gracias a las mayorías parlamentarias. Millerand, que fue ministro en varias carteras de gobiernos franceses, incluida la de la guerra, desde finales del siglo XIX hasta llegar a la presidencia de la República en 1920-24, tenía fe de carbonero en el milagro de la instauración del socialismo mediante la paz parlamentaria, como si se abrieran los cielos y descendiera el espíritu santo.

En este sentido el Stalin de la conversación con Tito retrocedió a la utopía socialdemócrata y la amplió al sostener que hasta la Corona inglesa podría aceptar el socialismo sin una revolución, mediante la democracia burguesa. Tanto el XX Congreso del PCUS como la «reconciliación nacional» del PCE seguían esta línea y preparaban el advenimiento del pacifismo eurocomunista que, con las declaraciones del «ministro comunista» del actual Gobierno español, también ha retrocedido más allá de Stalin, a la época de Millerand al aceptar la continuidad de las bases yanquis y el polígono de tiro en Euskal Herria. También el «soberanismo transformador», tal cual llaman ahora al antiguo independentismo socialista, ha retrocedido del pensamiento marxista a la creencia y a la fe en el parlamentarismo burgués. Visto esto, en lo relacionado con la libertad, la Historia parece un cangrejo.

Parece un cangrejo, pero no lo es porque, en contra de lo aparente, la lucha de contrarios, que son el motor de la Historia, siempre genera realidades nuevas. Los pacifismos están presentes en las ideologías reformistas porque son funcionales al poder opresor, que se beneficia de su credulidad, pero son reactivados en determinadas situaciones caracterizadas por la sensación de fracaso, de estancamiento, de contraofensiva de la opresión, de pesimismo, de miedo ante la ferocidad represiva, etc. En estos momentos, sectores que no quieren reconocer que han abandonado el combate, giran a las modas pacifistas de turno creadas por las clases dominantes que prefieren mantener una imagen de tolerancia y hasta apertura a las demandas populares siempre que se expresen dentro de la «paz» del poder. La insurgencia auto derrotada no estudia el por qué se ha llegado a esa situación según la dialéctica de la lucha de contrarios, sino que se resigna a la oportunidad que le ofrece el poder justificándolo en base a la ideología del pragmatismo consensuado entre contrarios, es decir, rechaza la dialéctica y abraza la dialógica.

Cada pacifismo tiene el contexto ideológico que lo envuelve: el hinduismo, un conjunto de creencias politeístas extremadamente reaccionario, fue la base filosófica de Tolstoi, Gandhi y otros. Los socialistas utópicos se basaban en un sincretismo entre amor cristiano y moral natural que buscaba el bien abstracto. Bernstein, Jaurés y otros socialdemócratas en un mecanicismo determinista según el cual el peso del voto más los cambios capitalistas eran ascensor directo al cielo socialista. Millerand y su escuela, llevaban esta creencia al interior del imperialismo francés y de su ejército asesino, convencidos de que podía reformarse desde dentro. El Stalin de la conversación con Tito, el XX Congreso del PCUS, la «reconciliación nacional» del PCE y el eurocomunismo coincidían en la creencia de que el capitalismo había entrado en una nueva fase en la que aglutinando un «bloque histórico» se llegaría pacíficamente al socialismo. El PCE definía a las fuerzas represivas como «trabajadores del orden». La ideología de Unidas-Podemos es una mezcolanza, una sopa ecléctica de lo anterior más muchas dosis laclausianas, todo ello bajo la supervisión de un alto militar en su núcleo burocrático. Y el reciente «soberanismo transformador», otro tanto. Por último, el postmodernismo, con su negación de la posibilidad de conocer e intervenir en la lucha de contrarios, refuerza estas creencias irracionales.

El agravamiento de la fase actual de la tercera Gran Depresión por la crisis sociosanitaria está elevando el malestar obrero y popular y mostrando sin tapujos la esencia capitalista de la Ertzaintza, como no podía ser de otro modo. La burguesía vascongada, con el permiso de la española, quiere aumentar sus fuerzas de violencia, mientras que por el lado contrario se intensifican las denuncias de sus violencias. En estas condiciones se refuerza la tendencia histórica de todo reformismo de «democratizar» esta fuerza represiva sin plantear públicamente su disolución. Ahora bien, ni su reforma ni su disolución pueden hacerse sin atacar a la vez al Estado español y al capital. El primero puede desmantelar la Ertzaintza sin grandes problemas porque la burguesía vascongada aceptará, tras unas quejas, el aumento de las fuerzas españolas que siguen en el país; pero el capital nunca aceptará que desaparezcan sus brazos armados porque es un peligro mortal para él mismo. Huir de la cuestión esencial, el poder del Estado, repitiendo ensoñaciones sobre una «policía democrática» es frenar la concienciación de las clases y naciones explotadas, no prepararles para situaciones duras que llegarán inevitablemente si sigue avanzando la lucha por la libertad.

Mientras ese futuro llega, hay que reducir al máximo el poder represivo, debilitarlo en extremo en la medida de lo posible, haciendo una intensa campaña por un sistema civil de seguridad pública, abierta y transparente al control popular, con cargos elegibles y revocables por ese control. Pero estas demandas verdaderamente democráticas –no en el sentido burgués– van insertas en un debate radical sobre lo que se denomina «justicia», «ley», «derecho», «propiedad», etc., que no es otra cosa que la violencia del capital plasmada en un papel. Una izquierda que sea tal debe popularizar por todos los medios esta lucha teórica de concepciones antagónicas: la de la nación trabajadora oprimida contra la del capital.

Debe ser así porque, de la misma forma en la que la ley del valor actúa al margen de la conciencia de las personas alienadas e ignorantes, determinando su existencia desde fuera de ellas, también lo hace la ley de la contradicción –inseparable de la ley del valor–, de modo que, tarde o temprano, tiende a crecer la movilización popular obligando a la burguesía a azuzar a sus fieras contra el pueblo; y según evolucionen las contradicciones, puede que empiece a oírse el ulular del fantasma del comunismo y de la independencia socialista en las naciones oprimidas, desatando definitivamente la ferocidad del capital. La teoría del Estado y de la violencia reaparece entonces como la única capaz de alumbrar el avance a la libertad al llenar de conciencia crítica el sentimiento de «vergüenza nacional» de los pueblos explotados, facilitando que su fuerza subjetiva vuelva a transformarse en ese león dispuesto a saltar contra su opresor, romper sus cadenas y salir a la libertad.

El libro de Lorenzo Espinosa ejemplariza perfectamente esta lógica de la Historia impulsada desde su interior por los gudaris vascos.

EUSKAL HERRIA, 18 de abril de 2021



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