Advirtiendo de antemano que carece de una óptica de izquierda -en momentos tuvimos la sensación que leíamo un coelhiano panfleto de auto ayuda-, les compartimos el siguiente texto publicado en la página Despierta, Vivimos una Mentira con la intención de generar debate acerca del tema.
Aquí lo tienen:
El siglo XXI – La era de los esclavos
Lo peor que le puede suceder a un preso es que acabe sintiendo los muros de su celda como su hogar.
Cuando un ser humano llega a este estado, ya no sabe ser libre; es el máximo nivel de esclavitud al que se puede llegar.
Parece que todos hemos llegado ya a ese punto.
Todos vemos las cadenas que nos aprisionan como algo natural y cotidiano; forman parte integral de nuestra vida de tal manera, que ya pensamos que son una extensión de nuestros cuerpos y de nuestras mentes.
Una de esas cadenas que tanto nos inmoviliza, es la concepción que tenemos sobre nuestra EDAD y las obligaciones que conlleva.
Cuando venimos a este mundo, se extiende ante nosotros un terreno fértil y también inexplorado, sin barreras ni muros de ningún género. Se trata de nuestro tiempo de vida, un mapa en blanco que debemos dibujar conforme lo recorremos.
Pero la sociedad nunca nos deja que lo exploremos con libertad, como el territorio virgen que es.
Desde muy temprana edad, el Sistema inocula en nuestro cerebro fronteras imaginarias, líneas divisorias y caminos de obligado recorrido, que acaban configurando la única forma de explorar nuestro tiempo vital.
Es así como ese territorio virgen queda dividido en zonas ficticias formadas por las distintas edades de nuestra vida: la adolescencia, la juventud, la madurez, la vetustez, cada una de las que debemos vivir obligatoriamente de cierta manera si deseamos ser admitidos por los demás y también integrarnos en los mecanismos sociales.
La edad – Una herramienta de control
La edad se ha convertido en una de las herramientas más eficientes creadas por el Sistema para supervisar nuestras existencias.
Su función es acompasar nuestros pasos con los de los demás esclavos, hasta igualarnos a todos y transformar nuestras vidas en estructuras temporales clonadas perfectamente predecibles, tal y como si todos formáramos parte de un mismo mecanismo de relojería.
La sociedad usa nuestra edad para dictar los jalones que debemos conseguir conforme sus reglas de programación. Son como muescas en una tarjeta perforada, que sirven para programar todos nuestros actos futuros, como simples robots.
Lograr o no esos jalones en el plazo prefijado por el Sistema, nos clasifica como capaces o bien incompetentes, como triunfadores o bien como perdedores.
De esta forma, nuestras vidas se convierten en una carrera continua a contrarreloj en la que debemos ir cruzando las metas volantes antes de que se acabe el tiempo que el sistema estipula para ello: sostener la primera relación sexual, sacarse los estudios, entrar en la universidad, conseguir el primer trabajo, sacarse el carné de conducir, comprar el primer vehículo, marcharse de casa, hacer dinero, casarse o bien vivir en pareja, tener un hijo…
Llegar tarde a esas metas o directamente saltárselas, nos conduce a ser clasificados de determinada forma por los demás, aun como fracasados o bien inadaptados. Y lo más curioso es que todos lo admitimos tal y como si fuera la única realidad posible.
Nos han hecho opinar a todos que la vida solo puede vivirse de esta forma, siguiendo este plan prefijado, como si fuera algo natural y también inevitable, como la ley de la gravedad o bien las leyes de la física.
Absolutamente nadie se da cuenta de que todos los hitos relacionados con la edad que nos impone el Sistema son elementos externos arbitrarios cuya existencia y valor dependen única y únicamente de convenciones sociales o de nuestra aceptación y acatamiento.
No existe ninguna fuerza real en el universo que determine que a los 40 años no podamos jugar con los clicks de Playmobil, que a los 60 no podamos hacer el payaso o bien que a los quince no nos atraigan más las discusiones filosóficas que ir a bailar a una disco.
La Sociedad ha llenado nuestra psique de muros relacionados con la edad, traducidos en expresiones del tipo “esto aún no lo puedes hacer”, “eres demasiado mayor para comportarte así” o “debería darte vergüenza hacer estas cosas a tu edad”.
Multitud de barreras psicológicas que el sistema levanta en nuestras vidas, hasta transformar una fértil y extensa pradera en un laberinto de paredes de ladrillo: la barrera de la infancia, de la adolescencia, la barrera psicológica de los 30, de los 40, de la jubilación…
Mas son solo muros falsos, como esas líneas imaginarias que llamamos fronteras, que dividen la tierra en países que no existen en el espacio natural; o los calendarios, que dividen imaginariamente nuestro tiempo en paquetes de 7 días a los cuales hemos llamado “semanas”.
Realmente, tener tal o bien cual edad no tiene por qué razón determinar ni nuestra actitud, ni nuestros anhelos, ni nuestros sueños, ni nuestros actos.
Los únicos condicionantes reales relacionados con nuestro tiempo de vida, los determinan nuestra capacidad física, nuestro desarrollo psicológico, nuestros conocimientos, nuestra energía vital, nuestra ilusión por soñar y pelear y ante todo, nuestra voluntad como individuos.
Elementos todos ellos que son diferentes para cada persona, en dependencia de sus características y de sus circunstancias personales.
Madurez y responsabilidad – Una gran mentira
Una de las grandes patrañas de nuestra vida es la de “hacerse mayor”. Aquello que pomposamente llamamos “madurar” y que aplicamos a las personas que están “plenamente desarrolladas”.
Pero, ¿Qué es una persona madura?
¿Aquella que no escucha su propia voz y sumisamente obedece los dictados establecidos por el resto?
¿Aquel que se somete sin rechistar al destino que le escribe el Sistema, si bien lo haga con renglones torcidos y letra ininteligible?
¿Aquel que cree que el tiempo y el calendario son una misma cosa y se ha rendido a su implacable dictadura?
¿Aquel que no se atreve a jugar, o a saltar y bailar como un niño cuando le da la gana, mas que espera ansioso que lleguen las fechas programadas del Carnaval para que y otros borregos como puedan hacer el imbécil con el debido permiso de la sociedad y nadie les mire mal por ello?
¿Eso es ser maduro?
¿Y ser responsable?
Se supone que es responsable aquél “que pone cuidado y atención en lo que hace o bien decide”. Es decir, aquel que asume las consecuencias sobre sus propios actos.
Pero estas definiciones son un completo engaño. Pues lo es cierto que si tus actos o resoluciones no obedecen a las reglas previstas, jamás serás considerado alguien “maduro” y “responsable”. Si en un acto de madurez y responsabilidad, asumiendo las consecuencias de tus decisiones, decides dejarlo todo y irte a deambular desnudo por bosques y llanuras bajo la luz del sol y de la luna, por más que hayas tomado esa resolución a conciencia y de forma meditada, por mucho que hayas valorado los riesgos que acarrea y hayas admitido las posibles consecuencias, y por muy desarrollado que estés a nivel psicológico, la sociedad no te tratará como a una persona madura y responsable, sino más bien como a un desquiciante o un desequilibrado.
No obstante, un hombre que despilfarra todo el tiempo de su vida pagando la hipoteca de un piso y cuyo único sueño es comprar productos clónicos fabricados en serie hasta el día de su muerte, es considerado una persona “equilibrada”, “responsable” y “madura”. Aunque tenga tan bajo nivel de conciencia que ni tan solo llegue a preguntarse por qué emplea su tiempo en hacer eso, qué sentido tiene hacerlo, ni qué consecuencias tiene para el resto de la humanidad que prosiga haciéndolo.
Así pues, los conceptos de madurez y responsabilidad en la sociedad nada deben ver con la toma de conciencia individual, ni con la asunción de las consecuencias de tus actos.
Realmente significan Obediencia.
Para el Sistema, una persona madura y responsable es una persona que admite obedecer, como un caballo salvaje que ha sido domado y que sumisamente se somete a su jinete, bajando la cabeza…
Una vida hecha a medida
Es así de triste.
Desde el instante en que vemos la primera luz, hay un molde aguardando para configurar la manera que tomará nuestro futuro, mediante objetivos de forzoso cumplimiento, ordenados cronológicamente.
Es tal y como si al nacer nos presentasen un examen con todas las preguntas que vamos a deber responder, obligatoriamente y por orden riguroso, bajo la amenaza permanente de ser castigados si al responder cada una de ellas nos equivocamos o si nos atrevemos a redactar lo que nos viene en gana y no lo que se supone que debemos decir para ser aprobados.
¿Y cuál es la recompensa que nos espera por efectuar este examen social?
Si seguimos las instrucciones sin chistar y vamos respondiendo a las preguntas en el orden establecido y sin redactar fuera de los márgenes, la sociedad nos dará un golpecito en la espalda y con tono condescendiente nos dirá que “hemos llevado una vida provechosa”.
Ese es el gran premio.
No obstante, todo aquel que ose contestar a las preguntas según el orden que le plazca o bien se dedique a hacer dibujos en los márgenes del examen, será etiquetado como fracasado o irresponsable.
Y aquel que se atreva a levantar la voz con demandas impertinentes, se niegue a responder a las preguntas o bien se levante del pupitre para hacer lo que le dé la gana, va a ser considerado un excéntrico, un inadaptado o bien de forma directa, un ido.
El Sistema no se conforma con reducir el valor de la vida del individuo, arrebatarle su soberanía, reducir al mínimo el significado de su tiempo y ensuciar el concepto de individualidad de forma sibilina convirtiéndolo en sinónimo de “discordancia inarmónica”.
El propósito final de este examen social, habilidosamente tejido sobre la dictadura de la edad, es el de someternos a juicio como individuos y clasificarnos como “triunfadores” o “fracasados”, “adaptados” o bien “inadaptados”, en dependencia de nuestro nivel de sumisión a los mecanismos del Sistema.
Y lo que es peor: se trata de un juicio en el que, desapercibidamente, nosotros mismos ejercemos de jueces y acusados a la vez.
Siéntete culpable
Entre las grandes herramientas del Sistema para conducirnos con el resto del rebaño, es hacernos sentir culpables ante nosotros mismos.
Si alguien se atreve a saltarse la programación temporal relacionada con su edad, va a ser calificado por el resto como inadaptado o bien perdedor y esa presión inaguantable del ambiente se va a traducir en su psique en un sentimiento de culpa ante su supuesto descalabro.
En ese instante, se transformará en juez de sí mismo; un juez que procurará aplicar las leyes del Sistema con toda la severidad, si bien ello implique hundirse en el fango de la baja autoestima.
Lograr escapar de ese juicio, que irremediablemente se traduce en un sentimiento de culpa ante el supuesto descalabro social, es una labor enorme, solo al alcance de personas psicológicamente realmente fuertes.
La única forma de terminar con ese sentimiento de culpa y de descalabro, es levantarse enmedio del juicio y no reconocer al juez; y no reconocer al juez, esa voz castigadora que se autoflagela por no haber cumplido con el programa establecido, es algo que solo puede lograrse si esa persona se niega a reconocer las leyes del Sistema con las que se está juzgando a sí mismo.
Algo que implica, no solo enfrentarse con esa parte de sí que está admitiendo como reales las reglas del Sistema, sino más bien enfrentarse frente a frente con el Sistema al completo, incluidas todas y cada una aquellas personas que le rodean y que le consideran un inadaptado.
Lograr eso, es un acto de conciencia, bravura y fortaleza extremas, que muy frecuentemente conduce a la soledad más absoluta.
Un costo altísimo que no todo el planeta está capacitado para aguantar.
El juez supremo
Aquí, el interrogante clave es: ¿quién debe decidir el éxito o el descalabro sobre la propia vida?
¿Quién ha de ser el juez supremo sobre la propia existencia?
¿La sociedad, con esas reglas externas que solo viven en la psique de el resto?
¿Tiene algún sentido someter tu vida a reglas abstractas cuya única fuerza viene determinada por el propio sometimiento voluntario a ellas?
Hacerlo es simplemente absurdo, por mucho que lo haga todo el planeta.
Por el hecho de que lo es cierto que cuando venimos a este planeta llegamos sin ninguna de esas reglas y normas instaladas en nuestra psique.
Nuestra mente está libre de esos muros falsos y nuestro tiempo de vida es un terreno despejado que se extiende ante nosotros a fin de que lo exploremos como más nos plazca.
Pues es nuestro patrimonio. Nuestro gran tesoro, personal y también intransferible. Nuestra única propiedad real.
Como asimismo lo son todas y cada una nuestras resoluciones durante la vida, fruto de la voluntad individual, que es la única autoridad real con derecho a determinar de qué forma utilizamos ese tiempo.
Entonces, si nuestro tiempo de vida y nuestras resoluciones son la única propiedad real que tenemos y nuestra voluntad es la única autoridad con derecho sobre ellas, ¿por que terminamos sometidos a un conjunto de reglas abstractas y a las creencias de el resto?
¿De qué manera podemos calificar a una renuncia de este calado, a una derrota voluntaria de semejante magnitud?
Absolutamente nadie nos lo afirmará nunca y mucho menos la sociedad…pero esa renuncia al propio poder es la mayor pérdida que podemos tener en la vida.
Eso es, verdaderamente, fallar en la vida.
Así, rompamos ese molde inmovilizante que nos aplicaron solamente nacer; olvidemos nuestra edad y lo que se supone que debe implicar en nuestra toma de resoluciones o bien en nuestra actitud frente a las cosas.
La edad solo es un número, un dígito abstracto y vacío, que no puede determinar ni lo que somos, ni lo que queremos hacer, ni lo que deseamos o bien podemos ser.
Solo nuestra voluntad y el vigor de nuestros cuerpos pueden hacerlo.
¿De veras deseas triunfar en la vida?
Entonces recobra el poder que por naturaleza te corresponde.
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