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lunes, 23 de marzo de 2015

Gorostiaga y Txurruka

Les compartimos esta editorial de Gara inspirada en las recientes puestas en libertad de los rehenes políticos vascos Pablo Gorostiaga y Lurdes Txurruka:


Hoy, por fin, Pablo Gorostiaga abandonará la cárcel de Herrera de la Mancha y podrá regresar a Euskal Herria, libre, tras nueve años de condena por haber formado parte del Consejo de Administración del diario «Egin», clausurado ilegalmente por el juez Baltasar Garzón. Gorostiaga nació en 1941, tiene por lo tanto 73 años. Ha cumplido su condena íntegra, siempre dispersado, siempre en las condiciones más rigurosas. Durante este periodo, hace ahora año y medio, ha fallecido su compañera, Judith Uriarte, de la que Gorostiaga no pudo despedirse por culpa de la política de excepción aplicada a los presos políticos vascos. El trato que recibió en aquel momento fue particularmente cruel, con traslados ilógicos y dilaciones injustificables, e indignó a una parte de la sociedad vasca.

A un sector de la sociedad, porque otra gran parte de la misma ni siquiera se enteró. Entre otras cosas porque no quiso, porque aquí todo el mundo ha practicado el innoble ejercicio de mirar para otro lado si lo que ocurre dinamita alguna de sus convicciones, prejuicios o intereses. Menos aún cuando estas injusticias se hacen en su nombre, en el de su seguridad, en su «legitimidad democrática». Pero también porque el negacionismo ha apuntalado la estrategia «antiterrorista» que llevó a Gorostiaga y a sus compañeros a la cárcel. Pese a tratarse de una persona conocida y reconocida, habiendo sido doce años alcalde de Laudio y trece años parlamentario en Gasteiz, pese a que esa cámara y ese Gobierno criticaron la injusticia del macrosumario 18/98 por el que fue condenado, pese a tratarse de una persona de avanzada edad... No hubo escándalo, no se activó ninguna alarma social. Lo que es peor, no se activó la alarma humanitaria que un caso así, uno entre muchos, debería provocar entre los poderes públicos, entre los garantes de los derechos de sus ciudadanos, estén o no presos.

Lo cierto es que la única manera que la clase dirigente vasca y los generadores de opinión tienen de sostener su relato de «buenos y malos», sus parciales exigencias morales, es ocultar vivencias como la de Pablo Gorostiaga. Hay que borrar esas páginas del relato, si debe quedar blanco e impoluto. No podrían decir esas sandeces morales mirándole a los ojos a él o a sus familiares.

Precisamente, tras la muerte de su compañera, en una memorable entrevista a GARA (ver http://goo.gl/ejRc9v) uno de sus hijos, Xabier Gorostiaga, resumía perfectamente el caso: «No es una cuestión política, es un asunto prepolítico. No lo entienden ni los propios votantes del PP. El Gobierno es incapaz de realizar el más mínimo gesto, ni siquiera humanitario, y llevan hasta tal punto sus paranoias que no se mueven ni un solo milímetro de lo que marca su ley. Hasta el límite de que si esa ley les deja algún margen para la crueldad lo aprovechan sin piedad. No se puede entender tanta inhumanidad. (...) Para colmo, todo esto en una persona que reúne en sí buena parte de las injusticias que este Estado comete contra los prisioneros vascos: fue condenado en un juicio de marcado impulso político, tiene 71 años, ha cumplido ya las tres cuartas partes de la condena, se encuentra dispersado a 600 kilómetros. Alguien a quien, por otra parte, podría pensarse que se le puede aplicar cierta flexibilidad en función de sus circunstancias, y que sin embargo sigue en primer grado, en aislamiento y catalogado como `muy peligroso', como la mayor parte de los presos y presas vascos. (...) Dicen que es porque no se arrepienten ni piden perdón, pero como suele decir aita: `¿A quién tengo que pedir yo perdón por haber impulsado un periódico? ¿No serán ellos los que me tienen que pedir perdón a mí por haberlo cerrado y haberme metido a la cárcel?'».

Responsabilidad con generaciones venideras

Esta semana ha sido liberada también Lurdes Txurruka, tras veintiún años en la cárcel. Estaba presa en Huelva. Militante de ETA, su pareja, Ángel Irazabalbeitia, murió en 1994 en el tiroteo con la Ertzaintza en el que ella resultó herida y detenida. Fue acusada de participar en el atentado en el que murió el sargento de la Ertzaintza Joseba Goikoetxea. Estando dispersada en la cárcel de Brieva, en 2001, sus amigos Iñaki Sáez y Asier Heriz tuvieron un grave accidente y fallecieron cuando iban a visitarla. Son dos de las dieciséis muertes de familiares que muchos obvian al justificar, no asumir responsabilidades o no actuar contra la política de dispersión. Previamente, en 1995, sus sobrinos sufrieron un accidente doméstico con material pirotécnico que tuvo graves secuelas para alguno de ellos, pero que se tradujo además en un linchamiento mediático de los menores, acusados de estar preparando artefactos para atentados, aunque esa acusación no tuviese más sustancia que su relación familiar con Txurruka. Una vida dura, no hay duda.

En su lectura más pobre, el sufrimiento acumulado durante el conflicto armado en la sociedad vasca se ha convertido en un elemento de disputa retórica, en la batallita del relato. En su vertiente más rica, con mayor potencial, ese sufrimiento debería ser un catalizador para proyectar una sociedad en la que las injusticias cometidas no se repitan. Las experiencias trágicas que hemos padecido deberían darnos una visión más empática del sufrimiento ajeno, y ese ejercicio, además de individual, es colectivo. Es una de las grandes responsabilidades de la generación actual: dejar un legado razonablemente limpio en términos morales y políticamente abierto a la voluntad democrática de la ciudadanía. Bienvenido sea ese legado, ongi etorri a sus protagonistas.






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