Recuerden, ser crítico requiere entender que una cosa es lo que ha ocurrido y otra cosa es como te cuentan lo que ha ocurrido.
Los españoles y sus lacayos vascos vinculados al régimen han sabido ser dignos émulos de Joseph Goebbels.
Ante esto, les dejamos con este antídoto publicado por Iñaki Egaña en su muro de Facebook:
La narrativa y el relato
Iñaki EgañaDos semanas después de la Conferencia de Paz realizada en Aiete (Donostia) y presentada por Kofi Annan -ex secretario general de Naciones Unidas y Premio Nobel de la Paz-, el jefe de la sección política de El Correo, lanzaba una de las primeras andanadas de la que se convertiría en un clásico: la batalla del relato. Tres días más tarde de la Conferencia de Aiete, ETA anunció el cese definitivo de su actividad armada. Antonio Santos, el jefe de la sección política del citado diario, periódico por cierto promotor del bulo de que la ponencia Oldartzen de Batasuna era el génesis de la “socialización del sufrimiento”, comenzaba su artículo con otro clásico, una frase pronunciada “por un dirigente de la izquierda abertzale a un círculo reducido de personas”. Propaganda de trinchera habitual en numerosos medios al citar, en las últimas décadas, el conflicto. Santos señalaba entonces -2011- que se abría una fase clave en “Euskadi”, la de “fijar una narración de lo que ha sucedido en el País Vasco durante el medio siglo de existencia de la organización armada”. Y que en esa que llamaba partida de ajedrez, habría dos interpretaciones. La primera la de Batasuna y ETA en cuyas redes, -escribía el redactor- habían caído Kofi Annan y el resto de protagonistas de Aiete. Y la segunda, la del PP y PSOE, “y también el PNV” (sic) , la de que ETA “trató de derribar con las armas el Estado democrático”.
Una reflexión, en línea con ese mantra que me tocó escuchar en Madrid en varias ocasiones con motivo de los primeros encuentros entre asociaciones y formaciones políticas cuando se gestaban los debates sobre lo que sería la memoria democrática. Unos años antes de Aiete, y simultáneamente al cierre de Egunkaria y a las torturas a los detenidos en aquella operación policial, delegados de aquel grupo político que con Zapatero llegaría a la Moncloa, estimaban que remover con excavaciones y estudios la barbarie franquista era abrir un avispero incontrolable. Y que no hacerlo, como proponían, era irrelevante. “Porque España es un Estado de derecho que nadie cuestiona”. Algo similar está ocurriendo en la actualidad con el hecho sistemático de la tortura: oposición a su visualización, porque pondría en entredicho la cita recurrente: España es un estado de derecho que nadie cuestiona. Es decir, por encima de la verdad y la memoria, objetivos a priori universales para la convivencia, se encuentran los de la oportunidad política y coyuntural y, cómo no, la defensa de la Razón de Estado, argumento que justifica los medios ilícitos, la propaganda en lugar del periodismo, el enroque en la defensa de contenidos suprapartidistas e inmutables.
La puesta en marcha de aquella expresión, que en un comienzo tuvo derivadas como “la batalla de la opinión”, llegó para quedarse. Sin una hechura académica excesivamente elaborada, porque el control de la narrativa era una cuestión de primera línea desde que un actor de Hollywood como Ronald Reagan llegara a la presidencia de EEUU, allá por 1981. Desde entonces, la narración se ha convertido en el centro de las ciencias políticas y domina desde las campañas hasta el ejercicio del poder y, como hemos observado en conflictos recientes, también las situaciones de crisis internacional. No importa la verdad, sino cómo un acontecimiento pasa al presente o a las siguientes generaciones. Se trata de transformar la opinión de las personas, incluso su forma de vida, a través de un método llamado Storytelling -narrativa atrapante de sucesos-, la forma de contar eventos para enganchar emocionalmente al receptor.
El planeta, al menos en Occidente, no funciona por principios empíricos, sino de nuevas realidades construidas una y otra vez que finalmente desembocan en un único relato, el oficial, el surgido desde el poder. En el caso hispano, de la narrativa sustentada, -escribía recientemente Jonathan Martínez-, “por un contingente de cámaras y estudios de televisión, por los más flamantes periódicos y emisoras, por legisladores de moral asimétrica, por el búnker jurídico y las cloacas más abisales del Estado”. El ensayista francés Christian Salmon describió la técnica como “una máquina de fabricar historias y formatear mentes”. Siguiendo su estela recomiendo sus dos últimos libros (sin traducción al castellano): “La tyranie des bouffons” y “L´Empire du discrédit”. Encontrarán en ellos las derivas fantasiosas de Trump, Milei o Aznar: “Nunca los bufones y los payasos habían tenido tanta influencia en la vida política".
Volviendo a la expresión cercana “batalla del relato”, considero que debería ser desterrada de los enunciados entre grupos y personas que actuamos en escenarios tanto públicos como privados relacionados con la memoria. Por una simple razón. Batalla o guerra son conceptos bélicos. Ya escribió Sun Tzu hace 25 siglos que la “guerra es el arte del engaño”. Y el relato, convertido en marketing, es una de las cuatro patas de cualquier Ejército: aviación, marina, tropa terrestre y… propaganda (mestizada con la desinformación). Las armas de destrucción masiva y la recuperación de la democracia fueron las fuentes argumentales para la destrucción de Irak, el temor a una invasión rusa (antes soviética) la explicación para elevar la inversión armamentística de la Unión Europea, la infiltración en las filas del hambre en Gaza la excusa para matar niños por el Ejército israelí.
Esta visión bélica lleva a una simple conclusión asimismo castrense. La retórica de vencedores y vencidos. La misma que utilizó el primer alcalde franquista cuando sus tropas entraron en el Bilbao republicano. Una narrativa que se impondrá sobre la otra. Y no se trata precisamente de eso. Se trata de edificar una memoria, en la medida compartida o al menos surgida de unos mismos cimientos, sustentada en la verdad y el reconocimiento. Así construiríamos una memoria prospectiva, la memoria del y para el futuro. Y sembrando para que así sea, sin lemas bélicos.
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