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domingo, 22 de septiembre de 2019

Medio Siglo de Interrogantes

Desde las páginas de Naiz traemos a ustedes este texto para la reflexión y el debate:


Jonathan Martínez | Investigador en comunicación

Ha caído en mis manos un viejo libro de Paulo Iztueta y Jokin Apalategi que vio la luz en 1974 en Baiona y que recoge algunos de los debates más encendidos que mantuvo el antifranquismo vasco al calor del Proceso de Burgos. El marxismo y la cuestión nacional vasca recuerda aquel diciembre convulso de 1970. El régimen de Franco, asediado por las protestas y las huelgas, exhibió su rostro más despiadado y condujo a dieciséis militantes de ETA a un consejo de guerra que se saldó con nueve condenas a muerte. Las revueltas arreciaron, las presiones diplomáticas se intensificaron y el Consejo de Ministros terminó anulando la pena capital antes de fin de año.

Pero aquel episodio no quedó exento de sangre. Cuando el juicio estaba a punto de concluir, la Policía disparó a matar contra el joven comunista Roberto Pérez Jáuregui durante una manifestación en Eibar. El proceso se cobró una segunda víctima en Milán. El estudiante universitario Saverio Saltarelli, activista del PCI, cayó abatido por un bote de gas lacrimógeno durante un acto solidario con los procesados. Pocos días después, Antonio Goñi Igoa se suicidaba después de haber sido detenido y torturado por haber asistido en Donostia a una protesta contra el juicio.

En aquel clima tumultuoso del último franquismo, los medios vascos recogían una vieja polémica sobre la cuestión nacional que ya se había desatado en la VI Asamblea de ETA. Hubo quienes plantearon una interpretación rigorista del marxismo clásico y se desentendieron de cualquier clase de anhelo nacional. En esta posición se sitúan nombres como Mikel Azurmendi, que abandonó su militancia en ETA y terminó engrosando las filas de ¡Basta Ya! junto a Rosa Díez y Fernando Savater. Hubo otra tendencia plural y variopinta que conjugó sus principios marxistas con el horizonte de la independencia vasca.

Durante sus polémicas, los teóricos vascos remiten a Marx, a Engels, a Kautski a Trotski. Hay un escrito irreemplazable en el que Vladimir Lenin pone en entredicho los postulados de Rosa Luxemburgo y defiende las aspiraciones de los pueblos oprimidos. “Sobre el derecho de las naciones a la autodeterminación” (1914) reproduce controversias que todavía hoy continúan vigentes. Lenin justifica, por ejemplo, una alianza coyuntural entre trabajadores y burguesía local con el único propósito de abolir los privilegios de la nación dominante y buscar un escenario propicio para la lucha de clases: «En todo nacionalismo burgués de una nación oprimida hay un contenido democrático general contra la opresión, y a este contenido le prestamos un apoyo incondicional”.

Lenin insiste en que el derecho a la independencia no es un obstáculo para la solidaridad internacional entre trabajadores en su lucha contra el capitalismo. El divorcio no supone, explica, el desmoronamiento de los vínculos familiares sino la consolidación de vínculos saludables. Los reaccionarios se oponen al divorcio igual que se oponen a la libertad de las naciones. Por eso, «negar en el Estado capitalista la libertad de autodeterminación, es decir, de separación de las naciones no significa otra cosa que defender los privilegios de la nación dominante y los procedimientos policíacos de administración en detrimento de los democráticos”.

Otro texto muy referido es “El marxismo y la cuestión nacional” (1913) de Iósif Stalin. Para Stalin, el derecho de libre determinación apela a la capacidad de los pueblos para trazar sus propios destinos sin injerencias externas. «Nadie tiene derecho a inmiscuirse por la fuerza en la vida de una nación, a destruir sus escuelas y demás instituciones, a atentar contra sus hábitos y costumbres, a poner trabas a su idioma, a restringir sus derechos». La autodeterminación permite a una nación federarse con otras o separarse por completo. Todas las naciones, concluye Stalin, son iguales en derechos.

El debate vasco mira de reojo a las revoluciones periféricas. En la naciente República Popular China, la lucha de clases se viste bajo la apariencia de lucha nacional y en Vietnam, Ho Chi Minh se adhiere a las tesis de Lenin en su batalla anticolonial. Otra revolución icónica salpica las polémicas vascas: el levantamiento guerrillero de Sierra Maestra ofrece una referencia marxista antidogmática y orientada a la praxis rebelde. Para Fidel Castro, el sujeto revolucionario es el pueblo cubano de los oprimidos, el de los obreros, los campesinos, los maestros, los pequeños comerciantes y los profesionales.

En 1971, se establece un vistoso hito en el debate nacional vasco. A petición de los procesados de Burgos, Jean-Paul Sartre escribe una fugaz reflexión sobre el conflicto territorial español y francés. En ambos casos, sostiene Sartre, comunistas y socialistas coinciden con los conservadores en la defensa irreflexiva de la unidad nacional. Esa unidad, añade, ha sido construida a lo largo de los siglos por la clase dominante. Sartre reprocha al PCE que trate de arrastrar a los trabajadores vascos hacia una lucha de clases «químicamente pura» y critica al PNV por aspirar a una independencia bajo una estructura capitalista. Además, el filósofo francés pronostica que la llegada de la democracia a España diluirá las aspiraciones independentistas y creará una amplia facción reformista vasca aliada con el gobierno y satisfecha con un «estatuto federalista y otorgado».

El debate político de aquellos años puede parecernos un territorio inhóspito, un galimatías poblado de tecnicismos y disputas estériles. No obstante, la querella territorial ha contribuido en nuestros días a ahondar en la crisis del régimen. Nos encaminamos hacia las cuartas elecciones generales en los últimos cuatro años y la sombra del juicio contra el procés acecha a la vuelta de la esquina. El año que viene se cumplen cincuenta años del Proceso de Burgos y la mayoría de los interrogantes que se formulaban entonces permanecen aún sin resolver. Medio siglo ya. Y parece que va para largo.






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