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sábado, 25 de septiembre de 2021

Egaña | Somos Bárbaros Sencillos

Se acerca el Gudari Eguna y, desde su cuenta de Facebook, traemos a ustedes este texto de Iñaki Egaña cargado de cariño y cargado de memoria.

Lean ustedes:


Somos bárbaros sencillos

Iñaki Egaña

Esteban era un muchacho travieso, nervioso en los momentos que le tocaba hablar, y se movía mejor entre las letras, con las que jugaba a modo de puzle para componer versos. Como era habitual entre los estilistas de su época, había elegido el seudónimo de Lauaxeta cuando publicaba, en euskara, en las revistas y fanzines tricolores. Su inspiración le atrapaba en Mungia, entorno natural para la gloria, a los pies del Jata y del Sollube, a la vera del Butrón, frente al salitre y los fumareles del Cantábrico.

Lauaxeta fue detenido cuando mostraba a un periodista francés los horrores del bombardeo de Gernika. Era aquella una época de mentiras gigantescas, y el régimen que burlaba a la inteligencia, desplegaba su arrogancia. Fue ejecutado junto a las tapias del cementerio Santa Isabel de Gasteiz. Aquellos jueces fascistas que le condujeron al patíbulo fueron implacables con el compromiso de Esteban. La poesía es un arma cargada de futuro, escribió el hernaniarra Gabriel Celaya. Cuando la poesía que destiló Lauaxeta ensalzó a sus gudaris contemporáneos, se convirtió en delictiva. Y los jueces eligieron la muerte.

Vivimos a golpes y apenas nos dejan decir que somos quien somos, añadió Celaya a su poema musicado por Paco Ibáñez en una época gris, de tricornios y melodías entre las de un himno vergonzante y el tono aflautado del dictador. José Benito recordaba sus viajes a Ipar Euskal Herria, de la mano de su padre, para visitar a su tío refugiado. Historias de pólvora y terror, de miedos acumulados. Ikurriñas prohibidas al sur de la muga, a precio de saldo en las tiendas colmadas de turistas, en Biarritz, en Donibane Lohizune.

A José Benito le decían Xenki, con esa costumbre que tenemos de modificar los nombres del bautismo en vocablos familiares. Trabajó en una fontanería hasta que huyó con los perros detrás, hacia ese monte que a veces es abrigo, otras cobijo y siempre amigo. Una mañana soleada de verano, cuando los rayos entran por las rendijas más impensables hasta el fondo de la vivienda, Xenki abrió la ventana para escrutar, por vez última, el fragor del océano. Un francotirador de verde le descerrajó una bala que acabó con su vida. Minutos más tarde, su compañero Mikelon, recibió una descarga cuando salía del mismo piso de Lekeitio. Medio centenar de proyectiles.

De mujeres como Blanca apenas nos acordamos. Murió su padre en el bombardeo de Gernika, el mismo que denunció Lauaxeta, y poco después falleció su madre, encintada de horror y desasosiego. Escribirlo es sencillo, pero habitar la supervivencia de 14 hermanos, entre ellos Blanca, la menor, parece que nos traslada a Líbano o Siria. No se equivoquen. Euskal Herria hace no tantos años. La necesidad llevó a Blanca a trabajar en Tabacalera y a vender entradas en el cine Liceo.

Blanca casó con Iñaki. Eran tiempos de solidaridad. Y abrieron las puertas de su vivienda a unos y a otros. No preguntaban si los acogidos iban descalzos, escondían en el zurrón poesía de Neruda, los ori-baltzak de la pastelería cercana o una star de 9mm. Blanca tenía su gracia: amparaba a los clandestinos por las barbas de Jesucristo, no por las de Marx. El ejemplo no tuvo su efecto porque en la huida de uno de los socorridos, los uniformados volvieron para vengarse. Blanca e Iñaki dieron su último aliento una mañana húmeda de primavera.

Oficiales de la pluma, textos de palacio y enciclopedias con hedor rancio han marcado a Lauaxeta, Xenki, Blanca y otros centenares con la línea del desprecio. Entre nosotros, sin embargo, las sensaciones son bien diversas. Como escribía el poeta antes citado, son –han sido- lo más necesario, lo que no tiene nombre. Aunque nos cueste desplegar nuestras emociones, por razones propias o ajenas, ahí están. Tan cerca que las siento a modo de latidos.

Desde hace tanto tiempo que no atisbo a enmarcarlo en generaciones, la leyenda garabateada por forasteros y que nos emboca como comunidad, nos trata como a bárbaros. Desde quienes detallaban los viajes de los peregrinos que se desplazaban por nuestra tierra hacia los límites de Finisterre hasta los tertulianos de las últimas emisoras digitales, todos ellos tienen un nombre común para describir a quienes habitamos en esta tierra empapada en la costa, repleta de hayas en la montaña y árida en el mediodía cardinal.

Apenas me asombra ya el término, como tantos otros que llegaron con carácter peyorativo, y se asentaron perdiendo su intencionalidad. ¿Bárbaros? Ya lo supimos porque el Imperio romano tildó con su manto a quienes no tenían la ciudadanía de los césares. Un exónimo, como tantos otros. En griego significa algo así como “los que balbucean”. Quizás porque llamamos pinpilinpauxa a la mariposa y bihotz al corazón. Estamos construidos con retazos de racismo por todas las esquinas. Cuando los colonos europeos llegaron a Sudáfrica llamaron “hotentotes”, “tartamudos” a los Joisán, la comunidad de la que procedemos la mayoría de los europeos. Porque su lengua se caracteriza por los chasquidos.

Mira que quizás es cierto que tenemos cierta tendencia a ser bárbaros. Y no sólo porque nuestros antepasados se comunicaban golpeando unas tablas de castaño o fresno, porque cabalgaban a lomos de los peregrinos para robarles las viandas, o porque se ponían hasta al gorro de belladona, mandrágora y estramonio para volar por los vericuetos de Zugarramurdi y Anboto.

Sino también porque hemos enfrentado a estados tan poderosos que alguna vez incluso detenían el sol en sus dominios. Y lo hemos hecho con humildad, sin la brillantez que describen los cánones. Con brusquedad a veces, porque la contienda siempre es amarga. Por eso recuerdo a aquellos asesinados un 27 de setiembre: Constantino Artiz (Zumarraga), Feliciano Colina (Irun), Jesús García (Tolosa), Felipe Gil (Donostia), Leonardo Goenaga (Azpeitia), Anacleto Ruiz (Irun), Txiki Paredes (Zarautz) y Angel Otaegi (Nuarbe). Son los nuestros. Como decía el poeta aludido al comienzo del artículo: somos bárbaros sencillos.

 

 

 

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