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miércoles, 1 de septiembre de 2021

La Miseria como Arma Represiva

En los países de Nuestra América siempre ha habido una predisposición nostálgica hacia lo español. No es exclusivo de la burguesía, también el proletariado es presa de este Síndrome de Estocolmo, que estaríamos dispuestos a denominar, dadas sus nefastas consecuencias en las sociedades americanas, como Síndrome de Madrid.

Una de las manifestaciones más claras de lo nefasto que puede ser el Síndrome de Madrid fue la rapidez con la que la academia y la cultura popular estuvieron dispuestos a comprar y tragarse el cuento de la transición impoluta tras la muerte del dictador Francisco Franco como pone en evidencia el cariño que se le tiene tanto a Juan Carlos I como a Felipe VI.

Cada vez que estos señorones viaja a algún país del continente americano, son recibidos con gran pompa. Y no es que ellos hayan cambiado su actuar para distanciarse de su estrecho vínculo con el franquismo, para nada, no olvidemos el "¿Por qué no te callas?" espetado por el hoy huesped saudí Juan Carlos a Hugo Chávez o la reciente filtración a la prensa por parte de Felipín de la carta enviada por el gobierno de México para reconsiderar el relato de los crímenes cometidos durante la conquista y colonización de Mesoamérica justo cuando se están cumpliendo 500 años de los hechos.

Pues bien, para que se entienda que es lo que se le perdonó al régimen español en esa prisa por quitarle esa etiqueta de estado paria que mantuvo tras la Segunda Guerra Mundial, aquí este artículo publicado por Naiz:



La sublevación de julio de 1936 dio inicio a una sangrienta represión que se vio acompañada por un expolio económico que continuó durante treinta años y que, más que recaudar, buscaba reducir a la miseria a los ‘desafectos’. Así lo recoge el censo de la represión económica realizado en Nafarroa.

Uno de los primeros efectos de la sublevación de julio de 1936 fue la brutal y sangrienta represión sobre aquellos que no compartían los ideales de militares, carlistas y falangistas, lo que dejó en Nafarroa más de 3.000 fusilados. Pero junto a esa eliminación física, se produjo un expolio económico de los contrarios al nuevo régimen y que se fue institucionalizando con el paso del tiempo.

En los primeros compases de la sublevación, a las detenciones y eliminación física de los defensores de la legalidad republicana, se sumaron la apropiación de bienes muebles e inmuebles de esas personas, que pasaban a engrosar el botín de los amotinados, castigando a la vez a las familias de las víctimas.

En ese expolio se incluían sedes de organizaciones de izquierda y nacionalistas, y negocios particulares, como hoteles, estancos, comercios de alimentación o tabernas. De acuerdo con los datos ofrecidos en la obra ‘Navarra 1936: de la esperanza al terror’, se contabilizaron un total de 157 referencias a asaltos y apropiaciones forzadas de bienes registrados en 83 localidades.

Junto a lo que era un robo directo y sin paliativos, diversas autoridades y organismos, como la Junta Central Carlista de Guerra, decidieron aplicar por su cuenta sanciones económicas a personas y familias de tendencias políticas contrarias al franquismo. Era otra forma de obtener fondos para los sublevados y de castigar a esas personas por sus ideas.

De esta represión económica más espontánea, se pasó a un expolio centralizado, institucionalizado y basado en determinadas normas. El primer paso se dio el 13 de setiembre de 1936 con la aprobación del decreto 108, por el que se ilegalizaban todas las formaciones políticas y sindicales opuestas a la sublevación, se incautaban sus bienes, se iniciaba la depuración del funcionariado y se tomaban medidas para garantizar el pago de indemnizaciones por parte de quienes fueran declarados responsables.

Para agilizar el proceso, el 10 de enero de 1937 se creó la Comisión Central de Incautación de Bienes y una Comisión Provincial en cada una de las capitales del Estado. Este organismo se encargaría de establecer a qué personas se les incoaría expediente para declarar su responsabilidad civil, apuntando a quien «fuera lógicamente directa o subsidiaria por acción u omisión» de supuestos daños o perjuicios contra la causa de los sublevados. Un enunciado que daba pie a la más absoluta arbitrariedad.

Los expedientes de responsabilidad civil se incoaban por decreto de la Comisión Provincial de Incautación de Bienes a partir de las denuncias presentadas por los cuerpos policiales, autoridades locales e incluso particulares.

Este sistema vivió una nueva vuelta de tuerca con la aprobación de la Ley de Responsabilidades Políticas, del 9 de febrero de 1939. El objetivo de la misma pasaba por «liquidar las culpas de este orden contraídas por quienes contribuyeron con actos y omisiones graves a forjar la subversión roja». El inminente final de la Guerra no suponía que se acabara la represión.

Para aplicar la nueva norma se creó el Tribunal Nacional de Responsabilidades Políticas y tribunales regionales en las ciudades con Audiencia Territorial. En Iruñea se organizó el tribunal correspondiente a Nafarroa, que se ocupaba de los expedientes incoados en este herrialde y en Gipuzkoa.

En dos años, este sistema represivo ya estaba a punto de colapsar por el volumen de trabajo y empezó el sobreseimiento de expedientes. En 1945, con la victoria aliada en la Segunda Guerra Mundial, el franquismo intentó ofrecer una imagen de moderación y desapareció la jurisdicción de responsabilidades políticas.

Pero era un simple maquillaje de cara a la galería, ya que los casos pendientes no se archivaron, sino que pasaron a la justicia ordinaria, de tal manera que hasta los años 60, continuaron los embargos, las subastas de bienes y las requisitorias de pago a los condenados, aunque más centrados en quienes tenían la posibilidad de abonar las multas al estar sus bienes intervenidos.

Aunque en los 50 empezaron a tramitarse los primeros indultos, hasta 1966, es decir, treinta años después de que comenzara la Guerra, no se dieron por liquidadas todas las responsabilidades políticas relacionadas con la sublevación.

Un castigo para toda la familia

Este relato sobre la evolución histórica de la represión económica del franquismo forma parte del informe elaborado por el Instituto Navarro de la Memoria para contextualizar el censo de los navarros que sufrieron esa represión entre 1936 y 1966 que ha elaborado la citada institución.

En ese censo provisional figuran un total de 1.086 personas, de las que 1.012 son hombres y 74 mujeres, aunque el impacto en la población femenina del momento fue mucho mayor de lo que refleja esa cifra, ya que muchas mujeres tuvieron que cargar con las sanciones impuestas a sus maridos, que habían sido ejecutados o estaban encarcelados.

Según se recoge en el informe, la mayoría de los expedientados tenían entre 26 y 45 años, y casi dos tercios estaban casados, por lo que las consecuencias prácticas de las sanciones alcanzaban a toda la unidad familiar. Así, se han contabilizado 612 cónyuges y 1.428 hijos, la mayoría de corta edad. Por lo tanto, unas 2.000 personas fueron víctimas de los efectos de esa represión económica, que condicionó la vida de los más pequeños desde su infancia.

Casi la mitad de los expedientados se ganaba la vida en el sector primario, el 17% en el secundario y el tercio restante estaban adscritos al terciario. Este último estaba integrado por los sectores más progresistas de las clases medias navarras y como era el que contaba con mayores recursos, fue el que sufrió un daño económico más elevado cuantitativamente.

Por ejemplo, Mariano Ansó y Manuel Irujo, que ocuparon puesto de ministro en gobiernos republicanos durante la guerra, fueron sancionados con veinte millones de pesetas cada uno. Además, hubo dos sanciones de un millón de pesetas, 24 que superaban las 100.000 pesetas y 97 por encima de las 10.000.

Pero la mayoría de los represaliados correspondían a las clases populares, lo que explica que más de la mitad de los expedientados fueron declarados insolventes. Esta circunstancia pone en evidencia, según los autores del informe, que «se primó extender el castigo sin atender a las posibilidades reales que tenían estos sectores de hacer aumentar la recaudación».

En este sentido, añaden que «no hay que minusvalorar el daño económico que significaban para las familias pobres las sanciones aparentemente reducidas, que, además, fueron las más pagadas».
La suma de las multas inferiores a mil pesetas llegaba a las 90.525 pesetas, repartidas entre 495 expedientados, casi la mitad del total. En el caso de haberse cobrado en su totalidad, «apenas hubiera alcanzado para pagar los gastos de la tramitación», es decir, casi generaba más pérdidas que ganancias al Estado. Pero no se trataba de recaudar, sino del «ansia de castigar y condicionar el futuro económico de esos sectores declarados enemigos».

 

 

 

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