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LAS BARBAS DEL VECINO
Mikel Sorauren
A los intelectuales españoles les gusta, en ocasiones, remitirse a la sabiduría popular, como una muestra del profundo saber del Séneca aldeano; esa sutileza que lleva a acertar con exactitud del hombre aparentemente simple, pero lleno de perspicacia. Las barbas del vecino han encontrado una gran predilección en la cultura popular, especialmente cuando son objeto de rasurado insoslayable. Poco importa que algunos estimen irrenunciable símbolo de virilidad y autoridad machista el adorno capilar que cerca por completo el rostro masculino.
En ocasiones la realidad exige que todos enseñemos la barbilla y mejor es facilitar su afeitado que esperar a que nos afeiten a la fuerza. Y es que la realidad –esto es, todo el conjunto de factores que empujan de manera inexorable a los acontecimientos- es tozuda. Los grandes estados europeos han determinado las condiciones que deben configurar lo que tenga que ser una entidad estatal, naturalmente, a partir de lo que ellos han hecho consigo mismos. Pretenden ser resultado de la evolución espontánea de factores históricos irreversibles y, en consecuencia, constituir una colectividad que se identifica hacia dentro de sí misma y frente a otras colectividades similares; esto es, constituir una nación. Por su parte, reconocen a sus congéneres en la medida que se acomodan a los parámetros que ellos mismos marcan.
Los Estados-nación así surgidos se reclaman resultado de la voluntad nacional, la integrada por el conjunto de ciudadanos que componen la nación. En esta voluntad reside la legitimidad del Estado y Nación en definitiva. Se supone que en algún momento de la Historia se manifestó la voluntad inequívoca de la nación para constituirse en cuanto tal y, en efecto, son muchas la naciones que pueden alegar que han tenido ese momento fundacional. Sin ir más lejos, los Estados Unidos de Norteamérica pueden considerar su momento fundacional la declaración de 4 de Julio de 1776, realizada por el congreso continental, que convirtió a unos ingleses, habitantes de las colonias americanas, en simples americanos; los holandeses pueden considerar el nacimiento de su Nación el acta de abjuración de 1581, por la que declaraban depuesto como soberano a Felipe II de Castilla y los mismos suizos pueden considerar como acta constitucional de su nación la fecha de 1291, en la que cuatro de los cantones fundan una alianza perpetua para defenderse de los Habsburgo, alianza a la que se unirán posteriormente el resto de territorios.
Todas estas naciones pueden alegar que poseen acta fundacional, pero ¿Dónde se encuentra el momento fundacional de Francia, Inglaterra y España? Las vicisitudes históricas de estos estados –y de otros similares que pretenden imitarles- recogen momentos fundacionales, y refundacionales, de índole cuasi-mítica, en las que resulta válida lo mismo la transmisión de la legitimidad del poder transmitida por el Imperio romano, que por la intervención divina a través de la Iglesia, para culminar con la confirmación de la nacionalidad en épocas modernas mediante plebiscitos revolucionarios, en los que no aparece claro si la revolución constituye el acta fundacional de la Nación y Estado, o es más bien una muestra de las ansias de transformaciones de todo tipo sentidas por la colectividad de modo vago e impreciso.
¿Cuándo nace Francia, con Clodoveo aclamado como cónsul por el Pueblo, gracias al nombramiento del emperador de Bizancio, o con la Coronación de Carlomagno como emperador? ¡Qué importa! Ahí está la asamblea constituyente en 1979 declarando representar la voluntad nacional de todos los franceses; esto es, todos los hombres de los diversos territorios del Imperio, a quienes no se ha preguntado previamente, ni individual, ni colectivamente. No tiene importancia. La cuestión la resuelve Robespierre explicando que Francia existía desde siempre. El problema lo constituía el monarca –el único patriota, al decir del líder revolucionario, porque él era el propietario de la Nación- mientras que la revolución había hecho patriotas a todos los ciudadanos, al devolverles la soberanía arrebatada. Luego llegará Renán, sacando de la manga el plebiscito cotidiano; o lo que es lo mismo, la inercia de quien no protesta de manera airada, para deducir que asume de buena gana la fuerza de las cosas que se le imponen ¡Ya se encargarán los maestros y maestras, y posteriormente los sargentos chusqueros, de enseñarle que su esencia francesa es tan natural como los miembros de su cuerpo!
¿Cuándo nace España, con los reyes visigodos y asturianos, porque se sentían soberanos de toda la península, como asume Gustavo Bueno, y otros como él, que reclaman la transmisión de la legitimidad a los caudillos visigodos por parte de los emperadores romanos, o con los reyes Católicos? ¡Claro que España puede referirse a su momento refundacional en las Cortes de Cádiz! ¡Pintoresca asamblea esta, que para definir lo que sea España se limita a enumerar el conjunto de los territorios del Imperio, aunque por la mayoría de ellos no hubieran pasado los visigodos! Eso sí, los negritos de origen africano seguirían siendo esclavos y ¡Todavía hay quien califica de feudal al Fuero de Navarra y racista a Sabino Arana!
¿Inglaterra? ¿Cuándo nace? ¿Con la Carta magna, o con el acta de unión de 1707? Está claro que desde la perspectiva de la voluntad nacional, como factor que confiere la legitimidad a un estado, ni Francia, ni Inglaterra, ni España cumplen los requisitos, a pesar de que su empeño en que ésa es la base de su entidad como naciones. Los tres son resultado de la conquista, el atropello y la imposición sobre otras naciones, como es el caso de Navarra.
Navarra por su parte puede aducir que ha expresado inequívocamente su voluntad nacional, únicamente violentada por la intervención hostil de Francia y España. Es cierto que no es posible rastrear esta proclamación de la voluntad nacional en los tiempos oscuros de la Alta Edad Media en los que se inicia la independencia. En todo caso la voluntad nacional aparecerá con nitidez en el arbitraje de Londres, momento en el que los representantes del rey navarro, Sancho VI el Sabio, pueden afirmar -sin que los castellanos se atrevan a objetar nada- que el Reino de Navarra recuperó su independencia de la mano de García Ramírez el restaurador, por la fidelidad manifiesta de los habitantes de todo el territorio de Euskal Herria que se pronunciaron a favor del restablecimiento del Estado navarro.
En la misma línea los navarros en el Fuero de Navarra reclamarán que la colectividad es anterior y superior al rey mismo y en ocasiones sucesivas nuestro pueblo siempre manifestará constituir una Nación, por encima de cualquier instancia. Esto hasta la misma época contemporánea.
Los estados-nación que configuran Europa occidental consideran que ellos disfrutan de una entidad inamovible, eterna. Han visto convulsionarse a todas las construcciones políticas integrantes de Europa central y Oriental, aunque, teniendo en cuenta que respondían al modelo occidental consideraban que aquellas eran estables. Han aceptado, finalmente, las modificaciones impuestas por la fuerza de los hechos; hay que decir, en cualquier caso, que se han resistido casi siempre al cambio. Hoy son ellos los últimos en presentar resistencia y en su perspectiva no entra que puedan surgir condiciones que faciliten su desaparición, como en otra época hubo otras condiciones que permitieron su surgimiento. En todo caso deberían ser conscientes de que el proceso por ellos seguido, constituye un ciclo que culmina en la configuración de grandes imperios mundiales que, posteriormente, sufren un desmontaje que no tiene por qué concluir con la pérdida de los territorios extraeuropeos. En efecto, las naciones sometidas en principio dentro del marco de Europa reclaman la independencia perdida. Flandes, Bretaña, Córcega, Escocia, Cataluña… Navarra.
Convendrá recordar a estos estados que nunca aceptaron de buen grado la renuncia a territorios que formaban parte de su imperio. Francia se empecinó en hacer franceses a los argelinos, como anteriormente a los vietnamitas. España se empeñó en convertir a los americanos en españoles. Y, por lo que se refiere a Inglaterra, tardó muchísimo tiempo en reconocer que Irlanda era una nación; aún se obstina en ello.
Sería conveniente recordar a estas naciones que los pueblos que olvidan su historia están condenados a repetirla.
Mal augurio es éste, cuando contemplamos la obstinación de franceses, italianos, ingleses y españoles en no reconocer que son cárceles de Pueblos. Es cierto que no todos estos estados han seguido siempre la misma trayectoria. Es obligado reconocer que Inglaterra no lleva siempre las cosas hasta el final y que ha mostrado en muchas ocasiones flexibilidad para que lo inevitable no acabe de manera desastrosa. Por desgracia, no se puede decir lo mismo de España.
La escena del drama en el que nos encontramos pasa ahora por Escocia. Los independentistas escoceses se encuentran dispuestos a acometer el proceso de realización de referéndums sobre la independencia de su nación. En definitiva constituye una muestra más del proceso que reclama la liberación nacional en Europa Occidental por parte de las naciones sojuzgadas por los Estados-Nación de la zona ¿No venimos asistiendo al surgimiento de nuevos estados a lo ancho de toda Europa? Estados, por cierto, a veces carentes de tradición nacional como pueden ser Eslovenia y la misma Eslovaquia, de la misma manera que los denominados bálticos y tantos y tantos otros… Si aludo a la tradición histórica es más para recordar que la reivindicación nacional se ha mantenido en Navarra de una manera permanente a lo largo de siglos. En realidad la actuación de los escoceses no representa nada innovador. Dentro del mismo estado español se reclama algo similar, que no aparece con mayor nitidez por la contundencia con la que suele actuar el sistema institucional español. En todo caso, España haría bien en mirar hacia Escocia. Lo que le sucede a ella no es algo insólito y debería prepararse con el fin de evitar traumas de mayor entidad; fijarse en las barbas del vecino.
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