Un poco de historia de la influencia Navarra en la península ibérica.
De orlas, aspas, cruces y mistificaciones de la historia
Fernando Sánchez Aranaz
He estado, en este final del verano, recorriendo Albarracín y su comarca. Hacía tiempo que deseaba conocer estas tierras de la "Nueva Navarra" y, la verdad, mis expectativas no se han visto defraudadas en absoluto, más bien al contrario.
Sabía que estas tierras habían sido incorporadas pacíficamente al reino de Navarra en 1170, mediante un acuerdo entre nuestro rey Sancho VI el Sabio y el rey Lobo de Murcia, por el que los navarros se comprometían a auxiliar a los murcianos ante la rapacidad de los reinos de Castilla y Aragón, este último dominado entonces por los catalanes. El rey Sancho nombró tenente de Albarracín a Pedro Ruiz de Azagra. Como es lógico, Azagra y sus sucesores implantaron el derecho navarro, por el que el aprovechamiento de la tierra pertenecía a sus moradores, debido a lo cual aquellos montes aún se llaman Universales, es decir, de todos. Por otra parte, Albarracín fue, durante su época navarra, un modelo de convivencia entre cristianos, musulmanes y judíos.
Tal situación no podía ser consentida por las poderosas órdenes militares que feudalizaban la tierra, por lo que los intentos de conquista de Albarracín y sus montes universales fueron constantes. Aún así, Albarracín continuó siendo navarro durante más de un siglo, hasta 1284, año en el que es conquistada, tras largo y feroz asedio, por Pedro III de Aragón, llamado el Grande.
Los años sucesivos vieron la conversión del señorío de Albarracín en realengo, respetando sus fueros, en 1350, la expulsión de los judíos en 1492, la conversión forzada de los musulmanes en 1524, que siguieron siendo musulmanes en la clandestinidad hasta su expulsión en 1609. Mal que bien, la Comunidad de Albarracín, en cuanto a aprovechamiento de montes y pastos, subsistió hasta 1836, fecha en la que el gobierno liberal de Madrid procedió a su disolución. Tomás Urzainqui, en su obra "Navarra, sin fronteras impuestas", nos recuerda que en esas fechas, coincidentes con la primera sublevación de los carlistas, éstos tuvieron muchos seguidores en la zona, sugiriendo acertadamente que "la defensa de los bienes comunales y de sus instituciones comunitarias no estarían al margen de los móviles que alzaban en armas a los voluntarios" . Ya lo dejó dicho Manuel Loidi Santa Cruz, tan injustamente denostado por unos y por otros: "yo no he guerreado ni por Pedro ni por Sancho, con mi guerrear pretendía acabar con los políticos que habían destruido a España y a mi amada Euskal Herria". Pues los de Albarracín igual.
Todo esto no aparece por ningún lado en las guías de turismo, inspiradas en los libros de historia oficiales, que leen los visitantes. Tampoco en algunas obras pretendidamente eruditas. Cuando uno pasea por las enrevesadas callejuelas de Albarracín, puede contemplar en algunas casas, los escudos de sus antiguos propietarios, los Azagra, los Arzuriaga, los Navarro, apellido muy extendido en Albarracín, en algunos de los cuales aparecen el águila de la dinastía Jimena y las cadenas del blasón del reino navarro. Pues bien, para el autor de una obra sobre la heráldica de Albarracín, cuyo nombre prefiero no recordar, el escudo de Navarra son "unas cadenas
dispuestas en cruz y aspa, rodeadas por otras en orla".
¿Qué circuitos mentales tiene que recorrer una idea para que el escudo de Navarra, reino al que perteneció Albarracín durante ciento catorce años, acabe trasformado en un adorno sin significado alguno? Albarracín estaba a punto de celebrar sus fiestas, en la plaza montaban los vallados y las tribunas para los encierros y los toros embolados.
-Aquí las fiestas giran en torno al toro –me comentó un hombre del pueblo.
-Es que somos muy navarros –añadió su mujer.
La historiografí a española lleva siglos intentando ocultar lo evidente o, directamente, falseando la historia. Nuestra labor debe ser la de desenmascarar a los falsarios y mostrar la realidad de las cosas tal como fueron y tal como son. Ellos, conocedores de esa realidad, viven preocupados porque les consta que esa evidencia está, de manera consciente o inconsciente, firmemente enraizada en el pueblo y temen que, pese a sus engaños y artimañas, algún día brote, salga a la luz. Nuestras gentes pueden tener el conocimiento confuso, pero el sentimiento lo tienen muy claro.
Y a eso los falsarios le tienen verdadero pánico.
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