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sábado, 11 de enero de 2025

Egaña | ¿Un Futuro Distópico?

Vivimos un presente distópico en donde se entremezclan Orwell y Huxley, en donde el público se preocupa más por las mansiones de estrellas rutilantes de Hollywood reducidas a cenizas que por la destrucción sistemática de Gaza con sus decenas de miles de personas asesinadas.

Y ya que estamos en el tema, recurramos a este texto de nuestro amigo Iñaki Egaña para reflexionar y analizar ahora que inicia el año en el Calendario Gregoriano:


¿Un futuro distópico?

Iñaki Egaña

Anuncia el año y acude un periodo de reflexiones, para cuadrar los próximos doce meses, elevar intenciones sanadoras y compartir espacios. Es lo habitual. Ya no nos acordamos de los guías y las previsiones que hacían aquellos líderes de referencia y los directores espirituales desaparecieron de la escena antes de descifrar el genoma humano y de que Stephen Hawking nos descubriera que somos marionetas en absorción retardada por agujeros negros. Las redes están plagadas de laboratorios de ideas y gabinetes estratégicos. Pero, ¿qué credibilidad tienen cuando ya no sabemos distinguir la verdad del engaño? Desde 2012 circula una cita de Albert Einstein, “temo el día que la tecnología sobrepase nuestra humanidad. El mundo sólo tendrá entonces una generación de idiotas”. Certera frase, pero falsa en su autoría. Sus biógrafos la desmintieron hace tiempo y, sin embargo, sigue circulando. ¿En quién confiar, aunque sean banalidades?

En mi entorno, siempre hemos confiado en los nuestros. Un observador externo, lejano me diría, contemplando la trayectoria colectiva, que quizás en exceso. No es una ecuación que me preocupe. La relatividad se aplica no sólo en el cosmos, también en las relaciones. Cuando haces una elección asumes la misma. No somos de echar marcha atrás a las primeras de cambio. En eso el azar genético tiene mucha culpa, no ese de las mutaciones, sino el de surgir en un espacio determinado y con una cultura militante desarrollada. El contexto físico e histórico nos ha hecho ser como somos.

Pertenezco a una generación que creció con certezas. Muchas de las cuales, a tardía edad, las mantengo. Crecimos y llegamos al siglo XXI decididos a crear condiciones para el cambio, para la revolución. Generar hegemonías como repetía Gramsci, aguantar el tirón del neofascismo, hacerle frente si hace falta para que no se repita la historia, ni como tragedia, ni como farsa. Hay que, decía la izquierda abertzale hace más de dos décadas, modular un trabajo de hormiga (txinaurri) para fortalecer posiciones y trasladar el relevo a otras generaciones. Hay que cocinar a fuego lento que vendrá inevitablemente, lo escribía Marx, la caída del capitalismo ante la concienciación de la clase obrera. La paciencia estratégica es parte del proyecto emancipador, de acuerdo. Pero… ¿y si no tenemos tiempo?

La sociedad occidental corre a una velocidad endiablada. Estamos frente a una transformación brutal que ni siquiera somos capaces de adivinar. Y en ocasiones seguimos pensando en clave del siglo XX, aunque lo hagamos referenciándola en sus últimos años. Todavía hay quienes desde una nostalgia salteada de gotas románticas vuelven más atrás, a los tiempos de Humboldt y Lord Byron, Xaho y Larramendi. No tanto por recuerdo, sino por añoranza evocacional, espero que no social. Otros, en cambio, se sumergen entre los pasillos palaciegos de cuando nuestros antepasados formaban parte de un reino, cuando los fueros eran ley, incluso cuando la inscripción “domuit vascones” jalonaba las crónicas de los invasores como trofeo. Y otros que enfrentan el marxista “18 Brumario de Luis Bonaparte”, con la transformación digital de Silicon Valley o los experimentos neurobiológicos de la Universidad de Stanford, por no citar a los insurrectos de las redes que preparan la revuelta sentados cómodamente frente a pantalla de un ordenador. Esa expresión cantada por Los Chicos del Maiz, “La nostalgia es reaccionaria, la memoria revolucionaria” forma parte de mi decálogo personal.

Nuestra generación se bañó con la utopía, aquel término que describió el británico Thomas More en una arcadia con esclavos. Sueños de su época. Mientras la clase lectora, apenas un puñado generalmente de clérigos, leía sorprendida a More, Hernán Cortés y Pizarro provocaban una sarracina al otro lado del Atlántico de magnitudes espectaculares, con sus virus, perros, espadas y catecismo. Y hoy, la brecha sigue siendo similar. Mientras nos acogotamos en una sociedad dirigida por los chatbots de Inteligencia Artificial y llevamos a la peluquería a nuestras mascotas, 15 millones de sudaneses se han desplazado por la guerra y están en situación, vaya eufemismo, de inseguridad alimentaria. Decenas de miles de niños han muerto bajo las bombas marcadas por la estrella de David. Pero esa similitud tiene una ligera pero notable diferencia. Hoy, los dueños de aquella revolución que comenzó con los “puntocom”, se han hecho con el control de la economía, ergo de la política. Elon Musk catapultó a Trump. Y ahora se dirige a Inglaterra, Francia, Alemania… para hacer valer su poder. Algunos politólogos, a medio camino entre la filosofía, la conspiración y la ciencia, han señalado que el capitalismo ha muerto y que hemos entrado en la época del tecnofeudalismo. Porque quienes rigen nuestros destinos son en realidad el citado Musk, Zuckerberg, Huang o Bezos. De la política de la posverdad a la economía de la posverdad.

Esta reflexión ha alimentado la idea de un futuro catastrofista, distópico. Una percepción que conlleva desmovilización, individualismo, el ascenso del nihilismo y el refugio, a veces, en que tiempos pasados fueron mejores. La nostalgia. Un concepto, por cierto, bien diferente a su significado en euskara, Herri mina. Si el futuro está sellado ¿para qué luchar? Oteiza decía al final de su vida (y esta cita es cierta), cuando desamparado dejó su legado al pueblo de Navarra y creó el museo en Azuza, que su desgracia había sido creer en la utopía. Es lo que tienen los juicios coyunturales. En cualquier mundo, escenario, futuro, siempre habrá motivos para luchar porque la estructura social ha sido y es tremendamente injusta. “Camino dos pasos, ella se aleja dos pasos y el horizonte se corre diez pasos más allá. ¿Entonces para qué sirve la utopía? Para eso, sirve para caminar”. Lo escribió Eduardo Galeano. Y esta cita cierta también, es la que pende en la entrada de mi casa, la que defendía Gabriel Aresti, junto al tradicional “Ongi etorri”.

 

 

 

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