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sábado, 25 de febrero de 2023

Egaña | La Policía de la Moral

Les compartimos este texto de Iñaki Egaña inspirado en la mordaza que hoy en día a todo se aplica:


La policía de la moral

Iñaki Egaña

Durante siglos hemos estado acogotados por los límites morales que imponía la Iglesia Católica, con la excepción de aquellas reinas navarras protestantes que nos llevaron, intransigentes unos y otros, a una guerra de religión en la Euskal Herria continental. A ambos lados de la muga, quemaron a nuestras herboleras, torturaron a sus hijas y nos introdujeron la “santidad” hasta el tuétano. Placer, alegría y humor eran pecado y el miedo al fuego eterno nos obligó a esconder públicamente nuestras tendencias de vida, aligeradas por una confesión de arrepentimiento que nos volvía al punto cero de una supuesta depravación natural.

Hasta que, con el tiempo, la modernidad nos sembró de dudas. Un papa fascista descabalgó a una generación de misa diaria, la exposición del Big-Bang se cargó la Biblia al completo, mientras que con Darwin y el destripe de la cadena del ADN llegamos al convencimiento de que éramos de la misma naturaleza que los escarabajos y apenas nos diferenciábamos de los chimpancés en el espesor de las cejas. En este punto, la moralidad católica se desmoronó, también tras denunciar (lo sabíamos desde siempre), que sus divulgadores de sotana eran los más pecadores del recinto. Aquella policía de la moral estricta religiosa sigue existiendo, pero su recorrido social se ha reducido a los propios de una secta más.

Sin embargo, esa misma modernidad ha provocado nuevos policías moralistas. Algunos cargados de galones, embozados gracias a leyes que, como la Mordaza, dan carta blanca a interpretaciones tan subjetivas que la mayoría de las veces estamos a merced de lo que decidan cuatro canallas. Otros, en cambio, sustitutos de aquellos sacerdotes que nos mandaban al infierno a las primeras de cambio. Estos últimos, alentados por el caos de las redes sociales, donde los cowboys son legión, nos pretenden contaminar de una supuesta moralina del “políticamente correcto”.

Los primeros, los del orden, el uniforme, levita, turuta y teleberri, son un hilo que nos ha recorrido desde que tenemos memoria. La razón siempre está del lado del fuerte. Es una moral podía decir que estrictamente política. Pero no sería cierto, porque desde que se inventó la escritura, se gestionaron los silos para los cereales y surgieron las jefaturas de los valles, todo es política. Desde el riego de saborizantes artificiales para endulzar nuestros postres hasta la elección de la sede finalista del próximo mundial de pádel.

Esta pirámide construida desde la cúspide del poder político y económico, va descendiendo de forma autónoma hasta alcanzar los niveles más bajos. No hacen falta cursos de instrucción, ni de perfeccionamiento. La transmisión es perfecta. Hace poco, Oriol Junqueras, que fue antes de su inhabilitación profesor, intentó alfabetizar e ilustrar a los internos de Extremera, en los tiempos que sufrió prisión por avalar un referéndum democrático para Catalunya.

Como es normativo, los presos deben presentar miles de instancias para intentar normalizar su existencia en el interior de los muros penitenciarios. Junqueras, que ya había establecido un grupo de internos a los que enseñar cuatro cosas, fue señalado por un funcionario que lo corrigió. Para educar, como para solicitar más papel higiénico, también hay que rellenar una instancia. Así que el líder catalán completó el papel timbrado especifico señalando que iba a impartir clases de historia. Su especialidad. Un anónimo funcionario, que conocía perfectamente las reglas del juego global, le contestó por escrito que “no se pueden dar clases de historia porque la historia es un arma de manipulación masiva”. Así que Junqueras lo intentó de nuevo, esta vez añadiendo que las clases serían de filosofía. La respuesta de manual: “no se puede dar clases de filosofía porque la filosofía ayuda a cuestionar el orden existente”.

Hombre, Junqueras. Te lo podías haber imaginado, le dijeron los presos. Elige algo neutral, que ya sabemos cómo se las gasta el sistema. Así que Oriol fue a lo sencillo, matemáticas. Pero el régimen que dicta las normas morales, y por tanto políticas, halló la respuesta: “no se pueden dar clases de matemáticas porque las matemáticas pueden usarse para delinquir”.

Si los de uniforme y sotana han marcado durante siglos la moralidad oficial, un sector de la sociedad civil se ha venido arriba para acompañar a la policía de la moral de siempre, repartiendo carnés entre sus colegas y ejerciendo labores de corrección social. De manera gratuita, pero con la intención de modificar a su antojo las normas sociales no escritas. Lo que antes era un simple comentario de taberna, ahora se ha convertido en una sesuda reflexión gracias a la visibilidad de las redes sociales. Antes, esa reflexión no era sino una majadería más. Hoy, sin embargo, gracias a las aplicaciones del teléfono y su repercusión inmediata, lo que sigue siendo una majadería se puede convertir en un ataque contra la libertad de alguien que ni siquiera se ha enterado de que ha sido nombrado.

La pandemia ya creó una nueva categoría, con la policía de los balcones, capaz de incriminar a un perro por bajar a mear dos veces al día cuando la norma sanitaria imponía una. Desde entonces, los policías de la moral han ido creciendo, aupados en esa ñoñería que nos va a convertir en seres insulsos, desapasionados. Desde que Jon Maia escribió la letra que musicó Ken Zazpi, aquella de “Itsasoa gara”, (que me perdonen Maia y Elorrieta por el recurso) nos quieren equiparar al agua: incoloros, inodoros e insípidos.

La última a propósito del carnaval. En aras a esa corrección moralista, que me recuerda a la que imponía la religión, no hemos podido disfrazarnos de negros, chinos o esquimales. ¿Andaluces o toreros? ¡Por Dios! Tampoco de animales, porque se les “cosificaba”. ¿Mujeres por hombres, hombres por mujeres? Ni me atrevo a comentarlo. Al final, únicamente serán políticamente correctos los bomberos (policías) del distópico “Fahrenheit 451” de Ray Bradbury. Al tiempo.

 

 

 

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