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sábado, 4 de marzo de 2023

Egaña | Hay Que Soñar

Hagamos caso a esta invitación que desde su perfil de Facebook, en recuerdo de Iharra y Xenki nos hace nuestro amigo Iñaki Egaña:


Hay que soñar

Iñaki Egaña

Para los que sobrevivimos fue una época lejana. Para los que la vivieron, descorazonadora. He tenido la oportunidad de leer informes de aquellos años y, la verdad, sus autores rozaban el desasosiego, olían a derrota. Martin Ugalde, que llegó desde Venezuela, fue uno de ellos. Cultivado a miles de kilómetros de su patria, imbuido en la nostalgia y azuzado por las letras de la épica del exilio, escribió, a las semanas de su primera estancia, que el futuro nos lo habían arrancado para siempre. Y, sin embargo, Ugalde, gracias a otras generaciones posteriores, llegó a presidir el consejo de administración de “Egunkaria”, el primer diario popular en euskara sostenido en el tiempo hasta que un juez con apellido arbóreo, del orden de las urticales, lo mandó cerrar.

Hace unos meses, releí “Herrialde berdea”, un breve cuento ilustrado, sin créditos, ni depósito legal. Quienes lo recuperaron, sabían de los jueces de apellido arbóreo y también de sus agentes, desperdigados durante décadas por las veredas más recónditas de nuestro país. Siempre vigilando. Y los editores, por si las moscas, se disolvieron en el anonimato, como hemos aprendido de nuestras abuelas y abuelos, bastante más montaraces que los contemporáneos. Lo editaron en Turín (Italia) en 1974.

Esa joya ilustrada fue escrita por Jonan Aranguren, al que llamaban Iharra. Era de Bilbo, donde estudiaba para abogado en Deustu, y dirigía, en la clandestinidad, el frente cultural de ETA en Gipuzkoa. En Urdazubi, un francotirador de la Guardia Civil le descerrajó un único tiro. Murió con 22 años. Los grabados de “Herrialde berdea” los realizó José Benito Mujika, conocido como Xenki, de Zarautz, un fontanero que dibujaba como si llevara toda la vida en un estudio pictórico. Pero únicamente tenía 21 años, cuando otro agente, también francotirador, le quitó la vida al asomarse en Lekeitio a un balcón de la calle Tenderia. Unos días antes que la muerte de Iharra.

El cuento clandestino (se puede bajar en formato pdf de la página web de Ataramiñe), describía la historia de Andoni, un niño que se hizo mayor y, con el tiempo, militante. Andoni consiguió escapar de las garras de sus perseguidores y gracias a la solidaridad, pudo esconderse en una vivienda. Encerrado en un cuarto, cabizbajo y lleno de nuevos temores, de pronto percibió un sonido desde el exterior. Abrió la ventana para descubrir que quien llamaba era alguien intangible, la esperanza. Del color verde de la naturaleza. Un relato de vida que para Xenki se convirtió en pesadilla. Pero su esperanza perduró.

Aquellos eran tiempos congelados, en blanco y negro, acogotados por una retahíla de sinvergüenzas de medio pelo que controlaban nuestras emociones y nos adoctrinaban en grandezas imperiales. Esa sociedad descolorida, con seguidores que engendraron algunas de las elites actuales, estaba embotellada, sus dirigentes convencidos de la inmortalidad. Hasta adiestraron con un relato amable al que, cuatro mocosos, no iban a revertir. Y, sin embargo, esos cuatro impertinentes, que llegaron, según los arrogantes del poder, a sumar un tambor, despejaron los puntos cardinales y marcaron claramente el norte.
Ha corrido el calendario y décadas después nos encontramos en la que, de nuevo, parece una época inamovible. La era del fatalismo y la depresión, como si efectivamente aquel futuro que relataba Martín Ugalde habría sido robado hasta la eternidad. “Vive rápido, muere joven y deja un bonito cadáver” fue la máxima de algunos grupos punk anglosajones, precisamente en la década en la que Xenki e Iharra apostaron por la esperanza. El “No future” frente al “Déjanos soñar”. Dicen que la historia vuelve de forma pertinaz.

Hace bien poco, la filósofa y periodista francesa Evelyne Pieiller apuntaba a que el presente “se encarga con perseverancia de proporcionarnos una sucesión de crisis para derivar en un futuro apenas resplandeciente”. Como si tuviéramos que enfrentarnos a muros infranqueables para sumirnos en la resignación. Su reflexión, precedida hace unos años por otra que tituló “hay que reinventar la humanidad”, no se desliza hacia el pesimismo, sino todo lo contrario.

Porque, en este entorno complicado, el mensaje de la resignación va intrínsecamente unido al de ese capitalismo que únicamente ofrece como proyecto de vida los valores mercantiles. El conformismo, no tanto por alinearse con las redes del poder, sino como símbolo de la derrota, es uno de los mejores aliados del sistema. Hay que soñar.

Alguno me dirá que la construcción de castillos en el aire es un problema serio que afecta a quienes quieren combatir el orden de las cosas, revertir la injusticia. Y que no alcanzar los objetivos crea frustración y, a la larga, desmovilización. Incluso, sectores marxistas que, a través de una táctica determinada, su propósito es subir “piano, piano” de peldaño y afianzar posiciones. Es probable. Pero ¿que sería de nosotros sin los sueños de aquellos que nos precedieron?
 El anarquista Isaac Puente definió que pensar correctamente, soñar, nos hacía delincuentes. Bien que conocemos las mazmorras. Mendel o Lenin, no encuentro la ficha de referencia en mi archivo, decían que cuando existe algún contacto entre los sueños y la vida, la vía revolucionaria está engrasada. Ya en las revueltas parisinas del Sesentayocho alguien pintó en una pared con brocha gorda: “Olvidad todo lo que habéis aprendido, comenzad a soñar”. No se trata del borrón y cuenta nueva, pero es cierto que hoy, necesitamos narraciones inéditas.

Debemos crear nuevos relatos para hacer frente a una unidad española que se dice eterna, a ese chauvinismo francés tan arrogante que no entra por su arco del “triunfo”. Nuevas crónicas fiables que hagan atractivo el porvenir, que mejoren las perspectivas colectivas de nuestra existencia. Crónicas que superen radicalmente los valores del capitalismo voraz. Hay que soñar, crear antídotos antifatalistas porque, como decía Pieiller, “queda mucho por demoler y también mucho por inventar”.

 

 

 

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