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viernes, 12 de mayo de 2023

Cápsula del Tiempo

El 'Guernica', aún secuestrado por el franquismo borbónico en el peor de los lugares - hay que ser sádico para tenerlo en un museo con el nombre de una persona vinculada al nazismo como lo es Sofía, tomando en cuenta quienes bombardearon Gernika -, es el objeto de este análisis publicado en el Diario de Navarra:


‘Guernica’, una invocación encapsulada

El cuadro de Picasso de 1937 ocupa un lugar preciso en la historia del arte

Gabriel Cabello Padial

En la novela La estética de la resistencia de Peter Weiss hay un pasaje en que dos jóvenes, brigadistas en la Guerra Civil española, leen el número especial que, en 1937, la revista Cahiers d’Art había dedicado al recién pintado Guernica. Las páginas desplegables les muestran unas imágenes grises que contrastan con los naranjos del huerto valenciano donde están leyendo.

Aunque la formación de ambos es escasa, a través de las reproducciones se lanzan a descifrar el cuadro: la objetividad que la pirámide central da a la composición; los gestos desesperados de las figuras. El narrador entonces remacha: «Sin comprenderla del todo, vimos lo que ocurría en España. Recalcado en un lenguaje de pocos signos, la pintura contenía al mismo tiempo destrucción y renovación, desesperación y esperanza».

El especial de Cahiers d’Art que hojean los personajes de Weiss certificaba que Guernica siempre tuvo una doble vida. Por un lado, la de un cuadro, magistral y de dimensiones colosales, pero también la de un icono cuyas imágenes, a menudo fragmentadas, en adelante circularán y serán reorganizadas en contextos diversos.

Los jóvenes ven en la revista las fotografías con las que Dora Maar documentó el proceso de elaboración del cuadro, así como algunos dibujos relacionados con él que Picasso fue realizando en paralelo. Guernica se desdoblaba entre el cuadro y su imagen, o, mejor dicho, sus imágenes. El gobierno español editó también una postal para la Exposición Internacional de París a la que estaba destinado.

Adiós, cubismo

El cuadro que Picasso realizó en la primavera de 1937 ocupa un lugar preciso en la historia del arte. El lugar en que el mundo al que pertenecía el cubismo, el movimiento que el propio Picasso había iniciado, se desmorona con esta obra, ya que la cubista era aún una pintura de la intimidad, y eso es lo que se arruina en Guernica.
Del espacio interior del cuarto cubista, protector, palpable, deseable, como el espacio que en 1924 escenificaba Mandolina y Guitarra, apenas queda en Guernica el rastro de las baldosas en la parte inferior. Unas figuras monstruosas conviven en lo que el historiador T.J. Clark –seguramente quien más ha pensado recientemente el cuadro– llamaba en 2017, en el catálogo de la exposición sobre el cuadro que realizó el Museo Reina Sofía, una “proximidad sin intimidad”.

En el mundo de Guernica, que es sobre todo un mundo de mujeres y niños, los pezones y lenguas se vuelven conos, y las bocas se abren en un grito desesperado. Esas figuras sufren en un espacio que no es ni interior ni exterior, sino algún sitio literalmente inhabitable. Y, aun así, parecen intentar erguirse sobre el mínimo suelo de baldosas para mirar, aunque no alcancen a comprender, un horror que se les escapa, formando una comunidad surgida de la vulnerabilidad.

Pero, como afirmaba Christian Zervos, fundador y director de Cahiers d'Art, entre otros aquel número especial que ojeaban los personajes de Weiss, Guernica era también una suerte de conductor de emociones: su calidad, decía, «no radica en una intención estética sino en los sentimientos que le confieren sustancia».

El Guernica más allá del cuadro

No puede extrañar entonces la vida posterior de Guernica como tótem, como emblema de la comunidad que surge tras la Segunda Guerra Mundial. Ni tampoco la de sus fragmentos, ya convertidos en fetiches que pierden su contenido o ya reconfigurados en apropiaciones artísticas que vuelven a poner en escena, actualizándolas, las imágenes del cuadro.

Como las que recoge la página web Repensar Guernica del Museo Reina Sofía, que da cuenta de la vida póstuma de Guernica allí donde ha habido una violencia que denunciar. Cada una de esas apropiaciones, como las estudiadas en los libros de Elena Cueto Asín, Rocío Robles Tardío, Matei Chihaia o Pepe Karmel, realiza una tarea doble: volver a visibilizar Guernica, sus imágenes, más allá de su reducción al trivial fetiche sin contenido; y también producir, en cada recreación, una imagen del presente que se reconoce en ellas.

T. J. Clark menciona un poema sin título escrito por Picasso y fechado el 25 de diciembre de 1939 como la mejor descripción disponible del cuadro (Clark lo reproduce en las páginas 47-48 del catálogo de la exposición de 2017). El poema gira en torno a un águila que «vomita sus alas». Pero, estrofa tras estrofa, avanzando a través de una sintaxis que se desmorona, el texto no logra fijar una descripción. Igual que ocurre con esas figuras que se levantan sobre el mínimo suelo del cuadro para mirar pero que no logran ver.

Sin embargo, si tomamos en cuenta la dimensión póstuma de Guernica, su desdoblamiento entre un cuadro históricamente fechado y unas imágenes cuya vida parece actualizarse aquí y allá desde el primer momento, de la interpretación que hacían los personajes de Weiss a sus apariciones más recientes, quizá hay otro poema que nos pueda servir de guía.

Seguramente nada se ha repetido tantas veces sobre Guernica como que constituye un «grito». Y el poema en prosa “Sueño y mentira de Franco”, que Picasso compuso entre el 15 y el 18 de junio, a la vez que finalizaba el cuadro, termina precisamente con un pasaje donde se concatenan una serie de gritos de personas, de animales, e incluso de las más ínfimas cosas:

“…gritos de niños gritos de mujeres gritos de pájaros gritos de flores gritos de maderas y de piedras (…) gritos de olores que se arañan gritos de humo picando en el morrillo de los gritos que cuecen en el caldero y de la lluvia de pájaros que inunda el mar que roe el hueso y se rompe los dientes mordiendo el algodón que el sol rebaña en el plato que el bolsín y la bolsa esconden en la huella que el pie deja en la roca”.

La sucesión de gritos se acumula hasta que terminan escondidos «en la huella que el pie deja en la roca». Es decir, hasta que conforman un fósil. Y un fósil, huelga decirlo, posee una dimensión temporal. Es, como decía el filósofo Gaston Bachelard, una «vida dormida en su forma». En él quedan sellados los gritos, siempre heterogéneos con respecto al orden del discurso; siempre fisurando, como un estigma, la imagen. Como si el cuadro entero fuera una invocación encapsulada. Esperando despertar en cada presente que en ella se reconozca.

 

 

 

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