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sábado, 17 de noviembre de 2018

Egaña | Delito de Odio

Es fin de semana y para que no anden dilapidando el tiempo en lo que no deja nada bueno, les dejamos este texto de Iñaki Egaña para la reflexión:


Iñaki Egaña

El Código Penal español fue modificado para integrar los delitos de racismo y xenofobia en un concepto más acorde con los tiempos, el llamado “delito de odio”. Pero bajo este paraguas, lo que en un inicio fue un marco legal para ampliar el castigo a las conductas discriminatorias y supremacistas, al final se ha convertido en un cajón de sastre para, la judicatura en manos perversas, encartar a cualquier crítica al sistema opresor. Porque, como es de sobra conocido por quienes sigan un poco la actualidad, unos tienen carta blanca para acosar y degradar al diferente, y los otros no pueden siquiera hacer una crítica a los que mantienen el estado injusto de las cosas. No lo pueden porque de inmediato se verán criminalizados por su actividad política, social, incluso cultural.

La tradición europea sobre el término “odio” tiene origen republicano. La Revolución francesa abolió las fiestas dominicales y, en su lugar, instauró otras de signo contrario, como las de la del Género Humano, la Libertad e Igualdad, la Naturaleza, al Amor Maternal, la Felicidad. También una fiesta dedicada “Al odio al tirano y a al traidor”.

En nuestra tierra, el odio, “gorroto” en euskara, ha sido entendido de una manera similar a la que impusieron los revolucionarios de la Bastilla. Cuando ETA mató a Melitón Manzanas en 1968 (medalla al Mérito Civil ya en el siglo XXI), el PNV, a través de su revista Euzkadi, hizo una semblanza de qué entendía por odio: “La larga carrera de crímenes de Manzanas ha quedado frenada por la muerte. Han sido 30 años de odio y de violencia, día a día, hora a hora. 30 años de genocidio que él dirigía y alentaba. El genocidio no puede quedar impune, lo reclama la naturaleza misma y el Derecho de los Pueblos a la supervivencia”.

Durante las décadas posteriores, hemos sufrido centenares de episodios relacionados con ese odio cerval a todo aquello relacionado con una tierra que se expresa en una lengua milenaria. Desde la Academia de la Lengua española (euskara: “lo que está tan confuso y oscuro que no se puede entender”) hasta los ataques recientes a las excavaciones de Amaiur, último bastión de la defensa de Nafarroa.

No únicamente en cuanto a cuestiones políticas, sino también de cualquier otro apartado diferenciador. Ahora que se acercan las fiestas navideñas, recordar que ya hace más de medio siglo, el gobernador civil de Gipuzkoa prohibió la salida del Olentzero por las calles de Donostia, organizado por el Secretariado de Caridad de Acción Católica, porque sus organizadores eran “una célula de propaganda separatista que obedece al Gobierno Vasco que está en Francia”. Más adelante, ayer como quien dice (en 2003, 2004 y 2005), un destacamento de la Guardia Civil de Leitza secuestraba e introducía con nocturnidad y alevosía el Olentzero de Areso en un patrol del Cuerpo y luego, en un descampado, lo destrozaban.

Avanzada la involución, el neofranquismo de los últimos meses, recuperando sus esencias agazapadas, ha vuelto a trasladar el concepto anterior a la Revolución francesa, el medieval, para castigar a su oposición. Sin pólvora, como ha sido habitual hasta hace bien poco, sino con la interpretación de sus leyes. Con el nuevo Código Penal. Y para ello se ha valido, nuevamente, con ideas lanzadas hace 80 años, cuando hicieron desaparecer del mapa, física e ideológicamente, a la mitad de España.

Ese síntoma, presentado descarnadamente en 2018 por la acusación fiscal contra el republicano e independentista catalán Oriol Junqueras (ser el líder del “no pasarán”), tiene su origen en la entonces famosa carta de Isidro Gomá Tomás, cardenal el arzobispo de Toledo, en la que afirmaba que, en la guerra civil desatada, la mitad (la seguidora de Franco) combatía por amor y la otra mitad (la republicana) por odio.

Esa contundente interpretación nos lleva a comprender el por qué viscerales racistas, homófobos, ultras, tertulianos, etc., tienen impunidad para manifestar su ideología en términos supuestamente punitivos. Según esa España que Antonio Machado avanzó que “te helará el corazón”, la ofensiva de insultos, descalificaciones, ofensas, humillaciones, injurias y ultrajes tiene una justificación: se hace por amor. Y por amor, los cruzados pueden hasta matar, siendo eximidos del infierno. Por amor a España, a la suya.

Y en esa medida, la ley se aplica torticeramente a los que opositan a este estado de cosas. Lo hacen por odio. Y si en un tiempo aquellos que luchaban por una justicia justa fueron catalogados de malos españoles, con el añadido de que a unos miles se les despojó incluso de la nacionalidad, convirtiéndolos en apátridas a pesar de haber nacido en Alcaraz, Lepe o Montijo, en la actualidad son imputados por no “amar” a los símbolos del neofranquismo, o lo que es lo mismo, por supuestamente odiarlo.

En un estado pretendidamente laico, una llamada Virgen de los Dolores de Archidona, recibió, hace tres años, la Cruz de Plata de la Guardia Civil. Las mofas fueron calladas con una nota oficial en la que se añadía que la citada imagen “había prestado una relevante colaboración con la Guardia Civil”. Sin embargo, el actor Willy Toledo ha sido imputado por “insultar” a la conocida con el apodo de “Virgen María” y a un Dios, sin especificar si se trata de uno de los 29 de la mitología aborigen australiana o alguno de los tres millones de dioses que adoran los politeístas hindúes.

El rapero Valtonyc ha sido condenado a tres años y medio de prisión por, entre otros “delitos”, injuriar a la Corona (se supone que a lo que ello representa, la saga Bourbon). Pablo Hasel, otro rapero, tiene unas cuantas denuncias y condenas, y los músicos de “La Insurgencia” fueron juzgados por la Audiencia Nacional también por “delito de odio”. Cada día desayunamos con la noticia de alguna de estas afrentas a la inteligencia. Alfredo Remirez ha pagado con cárcel el ser un tipo bromista.

La escalada fanática que recorre la Piel de Toro, como era de esperar, tiene dos focos de atención, Catalunya y Euskal Herria. La ofensiva contra el Gobierno del cambio en Nafarroa está cargada de odio. Las denuncias por el programa Skolae son de traca, pero funcionan en un medio propicio para cargar contra el oponente político. El todo vale hace que los diarios de 2018 recuerden a los de 1937 o 1945 y que la red se convierta en un patíbulo donde los victimarios ejercen su “amor” (con la retaguardia de la judicatura española) y las víctimas, al parecer, únicamente tienen un solo sentimiento, el del odio.

Judicializar la vida política, como pretenden algunos, no es nuevo ni exclusivo. Los jóvenes de la trifulca de Altsasu fueron condenados porque fiscalía y jueces entendían que la campaña “Ospa Hemendik” era una afrenta a la naturaleza hispana, tal y como ha sucedido con las transferencias en materia de tráfico a la Policía Foral navarra.

La famosa cinta de la Orquesta Mondragón fue motivo suficiente para que los acólitos de Aznar “descubrieran” el nexo entre los atentados yihadistas de Madrid y ETA. La campaña de boicot a los productos vascos que se generó entonces, y que afectó a centenares de empresas, entre ellas bancos y supermercados, dijeron que estaba justificada. El odio no entra en las coordenadas hispanas y, por lo visto, únicamente en las vascas. Hasta las razas animales autóctonas, han sido motivo de mofa, extendida al sapiens que habita Euskal Herria. Las diligencias judiciales que se abrieron a raíz de la muerte de Txabi Etxebarrieta en 1968 no lo fueron por “enfrentamiento”, “tiroteo” o algo por el estilo sino por “insulto a la fuerza armada con resultado de muerte”.

En fin, que este bucle eterno del “amor” de los victimarios y el “odio” de las víctimas, ha recuperado la velocidad de crucero que tenía antaño, en los años más oscuros de la dictadura. Aupado por un Código Penal cuya interpretación sigue estando en manos de una cuadrilla de fanáticos a los que la oficialidad constitucional llama jueces.






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